viernes, 21 de diciembre de 2007

Contemplación del andrógino en la imagen literaria y cinematográfica:
Querelle y Tadzio.

por Juan José Rodríguez Santamaría

El filme Querelle (1982) de Rainer Werner Fassbinder y la novela Querelle de Brest de Jean Genet, en la que está basada la película, inician con una imagen significativa. Un grupo de marineros, con el torso desnudo descargan merdaderías de un barco que está a la orden del lieutenant. La imagen de los cuerpos sudorosos de los jóvenes marineros es interrumpida por una conversación sobre el Burdel “Feria” ubicado en la costanera ciudad francesa de Brest. Los marineros, en un diálogo que tiene algo de ritual, dicen que es el peor del mundo. En ese burdel, las mujeres aparecen sólo vagamente, como fantasmas necesarios, con la excepción de madame Lysiane (Jeanne Moreau en el filme). Los personajes, como en Santa María de las Flores del mismo Genet, son básicamente masculinos. Curiosamente, esta elaboración demarca un cosmos (por oposición a caos) donde la masculinidad dominante se feminiza, se interroga, se interpela a sí misma. El personaje de Querelle (Brad Davis en el filme), musculoso y de un rostro que nos recuerda a James Dean[1] es la encarnación de ese punto donde lo femenino y lo masculino coinciden. Si seguimos a Hipócrates, glosado por Thomas Laqueur, lo que Querelle transmite “no es de alguna característica esencial masculina o femenina, sino de una batalla entre cada tipo de semilla”[2]. En el coexiste la masculinidad dominante (el hombre musculoso) y el homosexual. Hay una pugna en su propia masculinidad. Por ello, cuando Querelle es sodomizado por Momo, esposo de Lysiane y regente del burdel, se produce la coincidentia oppositorum, “la unión de los contrarios y el misterio de la totalidad”[3]. ¿Por qué? La imagen de Querelle es la de un marinero hermoso y robusto (como aquellos que recorren la obra de Luis Cernuda), pero su actitud violenta y luego enigmáticamente pasiva ante la embestida carnal del obeso tabernero (a quien llamará el mejor semental que ha existido), nos hace pensar en un personaje oscilante, en cuyo cuerpo pugnan lo masculino y lo femenino. De hecho, en la efigie, en el cuerpo de Querelle pugnan ambos momentos del yo. La mirada del lieutenant Seblon (Franco Nero) se intriga frente a este «Grund» (que significa en alemán misterio y paradoja) de Querelle, el hermoso. En ese «Grund», en esa coincidentia oppositorum reside el interés que el marinero despierta en el capitán. Lo que mira el lieutenant es el santo y la diableza, la fuerza y la sumisión:

El teniente aguardaba por él. A primera vista, con la especie de caricia de un breve vistazo sobre su torso y su cara, Querelle comprendió su poder: de su cuerpo parte el rayo que penetra por los ojos hasta el estómago del oficial. Este hermoso muchacho rubio, secretamente adorado, apareció de pronto, quizás desnudo, pero investido de una gran majestad. [4]

Así, Querelle aparece como en la escala angélica de los tronos, de lo majestuoso. Es un cuerpo divinizado, porque en él coinciden la sexuación masculina y la femenina. No obstante, Querelle es un asesino sanguinario. Pero ¿puede ser divino un sanguinario asesino? Ese juego está presente a lo largo de la obra de Genet (el asesino Santa María es un ejemplo de ello). Curiosamente, podemos afirmar que la androginia de Querelle se vuelve aún más radical porque no sólo implica el contacto entre lo femenino y lo masculino, sino también la relación entre lo divino y lo diabólico. En su conducta, expresión natural del cuerpo, convergen todos estas cualidades. Así, debemos pensar que más allá del imaginario judeocristiano, el joven y bello marinero encarna al diablo, a lo divino, al hombre y a la mujer. Claro, debemos decir que, si es el diablo es efectivamente una «escupidura» divina, Querelle, efigie diabólica, no deja de ser un «algo» divino, un cuerpo divino. Es como Varuna, el dios del que habla el Atharva Veda que es finalmente un “hechicero terrible, que ata a los hombres a la distancia”[5] Así sostiene la atención del lieutenant Seblon que se dedica a especular sobre su amor imposible hacia Querelle, mientras hojea imágenes de hombres desnudos y graba sus reflexiones en una cinta de audio. En la imposibilidad de hacer efectivo ese amor, pesan los convencionalismos de una masculinidad dominante que ha obligado al lieutenant Seblon a oficiar de marino. Su mirada deseante lo transgrede a sí mismo. Sin embargo, hay que considerar que definitivamente “lo que es verdad en el nivel de lo eterno no lo es necesariamente en el nivel de lo temporal”[6] Al pensar que el cuerpo de Querelle se afirma en su voluptuosidad, podemos intuir que, a los ojos de su contemplador se vuelve eterno, porque parece no someterse sino a su propia voluntad. El cuerpo de Querelle se encuentra simultáneamente en el tiempo y en la eternidad: un cuerpo sólido y divino. Así, se produce la coincidentia oppositorum, pues Querelle se entrega con agrado a Momo[7], pero no deja de ser una imagen masculina, fuerte, robusta, violenta.
La imagen de Querelle se relaciona con otro personaje de la literatura y del cine. Se trata de Tadzio, el bello adolescente de la Muerte en Venecia (Der Tod in Venedig) novela publicada por Thomas Mann en 1912 y cinta filmada por Luchino Visconti en 1971. Las imágenes iniciales del filme (no exactamente de la novela) coinciden con la imagen de Gustav Aschenbach (Dirck Bogarde en la película) arribando, en un paquebote, a la ciudad de Venecia, afectada por una epidemia de cólera. Aschenbach, que huía del sopor de Münich, descubre a Tadzio en un salón del hotel donde ambos se hospedan, vestido de marinerito. Sin duda, me parece que Tadzio es la encarnación angélica de Querelle. Desde ese encuentro de miradas, el muchacho rubio atraerá poderosamente la atención del intelectual alemán. Tadzio es un personaje parecido a Serafitus, el protagonista andrógino de la novela de Balzac: un ser atractivo, un “ser extraño de una belleza cambiante y melancólica”[8]. Desde entonces, Aschenbach lo admira, busca su rostro y su cuerpo en los pasillos del hotel, en las playas donde el muchacho se baña. Todo ello instaurado en el silencio. Tadzio podría ser amado por Aschenbach como podría ser amado por una mujer. Tadzio es una especie de ángel terrígeno o así lo percibe Aschenbach. No obstante, no es un andrógino perfecto porque no integra al ángel y al demonio. Es, más bien, el ángel incitado por la mirada pecadora, por la mirada del pecado, por la mancha del pecado, por la macula peccatti. No obstante, sí podemos afirmar que se trata de una belleza apolar en su corporeidad, en su sexuación. A veces, en sus mechas rubias reconocemos el cabello de una muchacha, pero en sus trajes de marinerito (parecido al de un joven cadete) nos asalta la ilusión de lo masculino. Todo ello construye un andrógino cuya perfectibilidad radica en el equilibrio, parcial claro, entre lo masculino y lo femenino. Así, la esbelta efigie de Tadzio adquiere cierta levedad por su androginia que lo emparenta con lo divino. Este hermoso muchacho es la representación literaria y cinematográfica de lo inmortal en la tierra, no porque incorpore el bien y el mal, sino porque su efigie está esculpida como si de una Eva y un Adán, ambos adolescentes y ambos uno, se tratase. Aschenbach busca en cierto modo la vivacidad de ese cuerpo divinizable, que se parece a la imagen divina original.
De todos modos, Aschenbach, el esteta, trata de reunir en su mente las imágenes (que su cultura judeocristiana separa) de Tadzio varón y Tadzio muchacha, en un tercer Tadzio más admirable. Así, si es efectivamente cierta la afirmación hegeliana[9] de que el Espíritu se manifiesta, en su estado más próximo a la plenitud, en la belleza artística, Aschenbach interpreta el cuerpo de Tadzio como un obra de arte donde los opuestos se reconcilian, donde se produce la coincidentia oppositorum. En efecto, por la enfermedad y el sopor en que vivía, Aschenbach buscaba “la metanoia, la conversión, la subversión de los valores.”[10] Al contemplar a Tadzio, como una imagen en la pintura de Caravagggio, Aschenbach se sitúa en el horizonte de una sexualidad distinta, homosexual, aunque siempre difusa y silente (como del propio Thomas Mann). En ese ejercicio de la contemplación que realiza Aschenbach, al parecer siempre al borde de una palabra nunca pronunciada, quizás por un enigmático elemento divino, Asenbach percibe la realidad de otra manera, intuye su mundo en una deriva homosexual y, por ello, adquiere, como si se se mirara a un espejo, algunos pequeños atributos de la divinidad. Tadzio transfiere esa aura desde su esbelta corporeidad (delgada, no distinta de las representaciones angélicas de la pintura prerrafaelista) que se descorporiza, por tan frágil, y se inscribe levemente en la órbita de lo divino. En medio de una Venecia decadente, oscura, ruinosa; afectada por la epidemia del cólera (con un espléndido trabajo de fotografía de Visconti, de por medio). Así, tomamos distancia de cualquier visión cercana a considerar al hombre (particularmente al artista) como un homo faber. Tras ver la cinta y leer el libro La Muerte en Venecia, entendemos que lo más bello no son las creaciones del hombre (la arquitectura veneciana, los frescos pictóricos) sino el cuerpo humano.
Por ello, cuando Tadzio pelea con otro muchacho en la arena, en una evidente imagen de roce sexual, Aschenbach parece querer entrar al cuerpo del muchacho, para ser el muchacho que juega junto a Tadzio. La imagen última de la novela y la penúltima del filme (la última involucra la muerte de Aschenbach) a diferencia de la imagen inicial de Querelle es la imagen del mar libre y abierto, del marinerito que vuelve a la mar. En el mitema del hombre que fue una especie de pez de barro y agua, antes de llegar a ser un animal terrestre, está el origen de la sexuación. Tadzio parece aproximarse al mar para recuperar (y ser) la plenitud del andrógino. Aschenbach, enfermo por la bacteria de la cólera, contempla a Tadzio, como la belleza suprema:

Y de pronto, como obedeciendo a un recuerdo, a un impulso, apoyada una mano en la cadera, giro grácilmente el torso y miró hacia la orilla por encima del hombro. Allí estaba el contemplador, sentado, como esa primera vez en que devuelta desde el umbral, la mirada gris, crepuscular se cruzara con la suya. Su cabeza reclinada contra el respaldo de la tumbona, había seguido paso a paso las evoluciones del que avanzaba a lo lejos; y en ese momento se irguió, como respondiendo a la mirada.[11]


Muere Aschenbach como un cierto emperador Adriano recordando, ya lejos de Pirenne, a su amado Antínoos ahogado en el mar, o como un cierto Boticelli aguardando el regreso de Tadzio convertido en Venus. Mientras, al final, tanto Querelle (por algo Genet creía en libertad muy distinta a la burguesa y Fassbinder se consideraba un “anarquista romántico”[12]) se va con el lieutenant Seblon, en un ejercicio afirmativo de la vida.





BIBLIOGRAFÍA


[1] Sobre todo en Rebelde sin causa de Nicholas Ray (1955).
[2] Thomas Laqueur, La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Madrid, Ediones Cátedra-Universidad de Valencia, 1994, p. 80.
[3] Thomas Laqueur, La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, …, p. 88.
[4] Jean Genet, Oeuvres Complètes III, París, Gallimard, p. 227. (Traducción personal).
[5] Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, Barcelona, Kairós, 2001, p. 90.
[6] Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, …., p. 92.
[7] «El golpe de dados» mallarmeano no abole, como es lógico, el azar. La sexuación de Querelle es tan imprevista como humana.
[8] Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, …., p. 100.
[9] G.W.F. Hegel, Estética I, Barcelona Ediciones Península, 1989, p. 8.
[10] Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, …., p. 103.
[11] Thomas Mann, La Muerte en Venecia. Mario y el Mago, Barcelona, Edhasa, 1994, p. 105.
[12] Rainer Werner Fassbinder, La anarquía de la imaginación, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 2002, p. 275.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Malabar en el borde (poemas)















Por César Eduardo Carrión




La voz que labra el espacio
entre el espejo y la sombra,
quimera,
aliento que el aire esculpe,
vacío que roba el sonido
de las cosas
y no es silencio.

Cuando callo,
otras voces pronuncian
nombres.



***



Nudo de sangre,
latido feroz.
Un ciego tienta la cruz
en sus venas.
Quien quiera nombrar,
lo indulta.





***



Hordas de sangre
tras las pestañas,
tropeles cautivos
después del rumor,
relámpagos
y féretros,
trasluz.





***



Calle silente.
Enredo en el muro:
sangra la buganvilla.

Guiño de sol sobre las ramas,
luz sepultada
debajo de un río.

Torrentera de piel ajustada,
la pluma en la mano
contra el abismo.





***



Salto en la luz,
malabar en el borde.

Vértigo
y respiro.

De la cuerda que cruzo despegan
la memoria,
el olvido.




(Quito, octubre de 2001-Madrid, febrero de 2005. Primeras versiones publicadas en País secreto # 2, octubre de 2001. Versiones definitivas publicadas en Revés de luz, 2006)