martes, 30 de octubre de 2007

Memoria de un pueblo en tiempos de inhumanidad: Paul Celan y “Fuga de muerte”.

PAUL CELAN HACIA 1960


Por Juan José Rodríguez Santamaría


I

Este ensayo intentará realizar una interpretación sobre cómo un poema puede (re)construir la memoria de un pueblo, incluso en tiempos de barbarie. Se ha elegido el poema más conocido de Paul Celan (“Fuga de Muerte”) en la traducción de Jesús Munárriz. Paul Antschel (tal era su nombre original) fue víctima y sobreviviente del holocausto nazi y sus padres fueron ejecutados en los campos de concentración instalados en la ciudad rumana de Lubli. De entre todos sus poemas, «Fuga de Muerte/Todesfuge», incluido en el libro Mohn und Gedächtnis (Amapola y memoria, 1952), es el que ha merecido mayor atención por parte de la crítica especializada y es, sin duda, el que describe de modo más directo un recuerdo que procura la construcción de la memoria del pueblo judío. Para la interpretación de este texto, voy a emplear varias categorías desarrolladas por Paul Ricoeur. Este autor ha desarollado, desde una perspectiva hermeneútica, un conjunto de ideas útiles para entender e interpretar, tanto los textos poéticos como la memoria. Utilizaré básicamente el concepto de anamnesis-reminiscencia que Ricoeur define como: las operaciones del pensamiento implicadas en esa reconquista del pasado abolido [1]. El autor también usa la palabra «rememoración» cuando quiere referirse a este concepto. Sin embargo, si la anamnesis/ reminiscencia/ rememoración es un conjunto de operaciones de la mente ¿cómo puede construir la memoria de un pueblo en tiempos de barbarie? La respuesta es el registro escrito o visual, ciertamente. La iconicidad de la metáfora de la que también habla Ricoeur es muy importante aquí, porque según afirma el pensador francés: la memoria, reducida a la rememoración, actúa en la estela de la imaginación [2]. La anamnesis sería imaginación y el despliegue metafórico de un poema, el espacio más propicio para proyectarla. Sin embargo, el poema también es reserva de memoria y el carácter icónico de la metáfora nos hace pensar que puede construir la memoria de un pueblo de una manera poderosa. “La metáfora no añade nada a nuestra descripción del mundo, [pero] aumenta nuestros modos de sentir”[3]. Podríamos decir «de vivir la anamnesis», de sentir la memoria, de sentirnos parte de la memoria del pueblo judío, desde la singularidad creadora de uno de sus hombres. Así, el poema nos invita a no sólo pensar la barbarie sino también a sentirla. Además, he intentado incorporar a esta breve propuesta hermeneútica los contextos de enunciación desde los cuales el poeta trabajó su texto. Finalmente (y para comenzar realmente el texto interpretativo) he señalado la muerte del poeta, al principio, en el medio y al final del ensayo. Todo ello como contrapunto para insistir en el hecho de que el poema (y lo que implica de registro de la memoria) ha resistido la muerte física; primero de tantas personas del pueblo judío y, luego, la del propio poeta.


II

¿Qué imagen viene a mi memoria cuando trato de recordar «Fuga de muerte», cuando lucho por no olvidar sus palabras? Según Paul Ricoeur, la anamnesis-reminiscencia rompe con la pasividad de la mneme-memoria o memoria convencional. La anamnesis es conflictiva porque surge de la lucha con el olvido y del reconocimiento de que el pasado supone un alejamiento en el tiempo. La anamnesis es pugna frente a la «paseidad» misma del pasado. Muchos de los poemas escritos por Paul Celan, poeta judío de lengua alemana nacido en 1920 en Czernowitz, localidad perteneciente a una región de la actual Moldavia, están atravesados por la anamnesis-reminiscencia, por la voluntad de salvar “algunos restos al gran naufragio del olvido”[4], por la voluntad de conjurar el olvido mediante la palabra poética. Este autor, víctima y sobreviente de los campos de concentración creados en Rumania por los nazis, es paradójicamente el más importante poeta de la lengua alemana de la segunda mitad del siglo XX. No obstante, muy pocos de sus poemas fueron escritos en Alemania y su lengua era también la lengua de sus victimarios. Su suicidio, ocurrido tras arrojarse al Sena en abril de 1970, tras una larga crisis mental que lo obligó a vivir lejos de su esposa Gisele y de su hijo Eric, nos pone frente a la evidencia de que la anamnesis no es, al menos para un artista, un recurso estrictamente terapeútico, sino un fenómeno irredimible que a veces se vuelve contra sí mismo, aunque su radical insurgencia sea necesaria para registrar la memoria de un sujeto en duelo, un duelo que en el caso del poeta judeo-alemán, es también el duelo y la memoria del pueblo judío.
Su obra, aunque investida de una significativa complejidad, está atravesada por varios rastros de implicación memorialística e histórica. Desde luego, tales rastros han sido fuertemente transfigurados por el trabajo imaginativo. Sin embargo, son perceptibles e importantes, sobre todo en sus primeros poemarios. Así, su primer libro, Mohn und Gedächtnis (Amapola y memoria, 1952), publicado originalmente en Stuttgart por la Deutsche Verlags-Anslalt, posee como tema central, aunque nunca explicitado, el movimiento entre la amapola o adormidera (icono del olvido) y la memoria (icono de la memoria). Este trabajo recoge poemas escritos desde 1944, año en que Celan logró evadirse de las fuerzas rumanas asociadas a las SS y de los soldados alemanes adscritos al nazismo. A pesar de ese escape, la vida del poeta no cambió demasiado. Para el mes de abril de 1945, el ejército rojo ocupó Czernowitz acusando a toda la población de colaboracionismo con los fascistas rumanos y con los nazis. Por esa razón muchos tuvieron que enfrentar trabajos militares y civiles de carácter obligatorio. Sin embargo, estos eventos (a Celan le correspondió purgar bibliotecas) resultaron apenas el epílogo de una situación que, en el caso de Celan, era desastrosa desde mucho antes. Por las situaciones a las que tuvo que enfrentarse, el poeta vivía una anamnesis de la muerte, un duelo de imposible conjura. Así lo describe Jesús Munárriz:

Su carácter había cambiado, su anterior alegría de vivir había desaparecido, y se le veía descuidado en el vestir y melancólico. Por primera vez desde su infancia se le oyó alabar la lengua hebrea, recitar fábulas en yidish (a quien lo había calificado de alemán corrupto) o cantar melodías litúrgicas en la sinagoga.[5]


Evidentemente, esta imagen del poeta es resultado de una constante “anamnesis de la muerte”. La “anamnesis de la muerte” que se hace visible en los poemas de esta época está atravesada por lo que Ricoeur llama imagen recuerdo [6]. Esta imagen recuerdo se constituye a partir, de entre otros elementos, de las huellas psíquicas que son “las impresiones que han dejado en nuestros sentidos y en nuestra afectividad los acontecimientos llamados sorprendentes, incluso traumatizantes.”[7] Así, la muerte de sus padres por un tiro en la nuca a manos de soldados de la “Organisation Todt” aneja a las SS alemanas; su trabajo forzado como albañil en el puente sobre el río Pruth; las orgías que, por testimonios de sobrevivientes, organizaba el ejército de ocupación alemán; insurgieron como imágenes recuerdo de la tristeza. Ya en el texto se hicieron metáforas, iconos (es decir imágenes proyectadas desde la escritura que tratan de invocar a los sentidos para producir un cierto sentido) en el poema más célebre del mencionado libro. Este poema es incluso el más importante de todos los textos celanianos. Su nombre es Todesfuge, cuya traducción española más usual es “Fuga de muerte” [8]. Para mi interpretación de las relaciones entre la anamnesis-reminiscencia, las huellas, los iconos y la memoria del pueblo judío; emplearé la versión del poeta y editor español Jesús Munárriz.
El primer verso del poema de Celan, en la versión de Munárriz, dice: «Leche negra del alba la bebemos al atardecer». Esta imagen se la atribuyeron poetas como Rose Ausländer y la viuda del poeta Ivan Göll. Sin embargo, lo verdaderamente enigmático de este verso tiene que ver, en el fondo, con una “anamnesis de la muerte”, con una anamnesis doliente, implicada con el significado que la cultura occidental –no excluyo aquí a la cultura hebrea- atribuye al color negro como un color de lo fúnebre[9]. Esta interpretación que podría parecer antojadiza o simplista, se corrobora con los versos siguientes donde se dice: «cavamos una fosa en el aire/ allí no hay estrechez». Celan se refiere a las grandes fosas («allí no hay estrechez») que los judíos cavaban para enterrar a otros judíos. Este fragmento habla de la muerte como una especie de condena no divina, sino humana. La anamnesis-reminiscencia, convocada por las huellas de las matanzas, (re)construye mediante el «icono-metáfora» la memoria doliente de un pueblo, de su pueblo. Al hablar del acento colectivo que existe en este poema, Jean Bollack se ha preguntado:

¿Qué se entiende por ‘nosotros’ (wir), y hasta dónde se extiende ese nosotros? Hay un ‘yo’, en el poema, que se asocia a los demás judíos, constituyendo ese nosotros. No es que hable por ellos, no se habla por los demás. Ese yo se ha asociado a ellos, hablando con ellos.[…] Ese nosotros ya no se perderá en la poesía de Celan.[10]

En este caso, Celan dialoga con su pueblo –el pueblo judío- en un acto no excento de ritualidad y enmarcado en ese duelo frente el despliegue estúpido de la irracionalidad/racionalidad occidental que, finalmente, la historia ha calificado como Holocausto. Así, Celan (Antschel, su apellido original) continúa su poema hablando de «esa» Alemania portadora de la muerte: «en la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe/ que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete». Este icono, esta metáfora de la serpiente (que podría ser el símbolo del mal y la condena a muerte, presente en el libro del Génesis) se conecta con esta «imagen recuerdo» de un lápiz que escribe esos comunicados oficiales, esos testimonios de la vergüenza. Quizás ante el recuerdo de estos documentos del odio y de las imágenes que convocan en la memoria y, desde luego, frente a las intenciones de eslavizar la región por parte de los rusos (que habían rebautizado la ciudad como Tschernowzky), Celan decide irse a Bucarest. Allí encontró trabajo como traductor de ruso y como editor, conoció a poetas y a judíos sobrevivientes. Sin embargo, el poeta y editor español lo describe así:

En Bucarest recuperó Paul la alegría de vivir. Sus nuevas amistades, los círculos que frecuentaba: judíos, escritores, surrealistas, la convicción en el valor de la propia obra, la seguridad de un trabajo editorial en el que pronto destacó y fue reconocido, todo contribuía a reconciliarle con la vida después de los terribles años transcurridos [11].

No creeo que Celan se reconciliara consigo mismo o, más exactamente, con su voluntad de vivir. La imagen de la serpiente o lápiz que dicta la muerte, ya previamente fijada, de los judíos apresados, invocará una constante “anamnesis de la muerte” que será fuente de la energía creativa y autodestructiva del propio Celan. La imagen de su cuerpo chocando contra las aguas del Sena explica muy bien una imagen de la derrota. (Su cadáver no sería encontrado sino días después varios kilómetros río abajo). No obstante, el poema parece un ejercicio de resistencia profética ante la derrota. Así, en el poema “Fuga de Muerte”, tenemos una imagen marcadamente anamnésica, de lucha contra el olvido: el nombre de Alemania (¿una república?, ¿un estado?, ¿una nación?). Dicho nombre está acompañado de una imagen que encarna la hipótetica y absurda figura del «ario», encarnada en la faústica Margarita de Goethe («tu cabello de oro Margarete») que funciona como metonimia del pueblo alemán, conducido hacia los absurdos objetivos de Adolfo Hitler. «La casa» de la que habla Celan es el lugar desde donde se vigilaba su campo de concentración, todos los campos de concentración y las masacres. Dije que era una imagen anamnésica, pero es también un icono de la imputación. Por este texto de Celan, «esa» Alemania quedará cifrada como la victimaria del pueblo judío. Allí, el texto poético, desde su carácter icónico, sostiene un registro que imputa a Alemania e impugna la historia alemana. Esta idea se refuerza cuando el poeta dice: «lo escribe y sale a la puerta de la casa y brillan las estrellas silba/ llamando a sus perros/ Silba y salen sus judíos manda a cavar una fosa en la tierra». El sentido general de esta imagen no es demasiado distinta de los registros obtenidos por las fotografías y los documentales que ciertas cámaras, impúdicas, morbosas o concientes, grabaron sobre los campos de Auschwitz o Treblinka. De hecho, Celan tomó noticia de estos campos, de estas masacres antes de componer su poema cuya versión inicial dataría de los primeros meses de 1944. El poema insurge contra el edicto militar de ese hombre que deviene monstruo al salir de «La casa», según la perspectiva de Jean Bollack. Esta imagen del soldado que llama a los perros para que los judíos caven su propia fosa es una metonimia del miedo y de la guerra que respiraba Europa durante toda esa época.
Por esa razón, logística e histórica, la publicación de “Fuga de muerte” sólo tendría lugar en 1947, en una revista de Bucarest, en traducción al rumano de su amigo Petre Solomon. Fue entonces cuando Paul cambió su apellido, y pasó a llamarse Celan en vez de Antschel. Curiosamente, Solomon escribió la siguiente nota introductoria: “El poema cuya traducción publicamos evoca un hecho real. En Lubli, como en otro muchos ‘Campos de la muerte’ nazis, se obligaba a los prisioneros a cantar canciones nostálgicas mientras otros cavaban tumbas”[12]. Estos iconos de «esa» Alemania que mandaba a los judíos a cavar huecos que servirían como fosas comunes acudieron a la memoria del poeta como momentos de una “anamnesis de la muerte”. Ahora bien, son además una imputación al pueblo alemán, a la restitución de una justicia irrestituible. Así, si los cabellos de oro de la Margarita faústica son el icono de la imagen recuerdo de los verdugos, el cabello de ceniza de la Sulamita es la imagen del pueblo judío, de la gente conducida a los hornos crematorios por «el soldado nazi». Sus rostros aparecen ante nuestros sentidos, como iconos imputadores, como cenizas insurgentes de la memoria de un pueblo: la ceniza como material irreductible. Así, las huellas psquícas de los maltratos de que era objeto en “su” campo de trabajos forzados y la imagen remota de sus padres asesinados, Leo y Fritzi (acentuada por el hecho de que su tío había sobrevivido a la masacre) invocan otra imagen recuerdo y el poeta (re)construye la memoria del pueblo judío en tiempos de barbarie, cuando dice que el soldado nazi grita: «cavad más hondo en el reino de la tierra los unos y los cantad y tocad». Se refiere a esas ceremonias burlescas de las que habla Solomon. En ellas, efectivamente algunos hombres judíos eran obligados a tocar instrumentos musicales, algunas muchachas judías a bailar para luego ser violadas, todo para solaz de la soldadesca. Entretanto, muchos de sus hermanos de fe o de origen veían al soldado como «echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules». Jean Bollack, ha señalado que estos ojos azules no sólo corresponden al color de ojos de los alemanes, sino sobre todo a esa mirada panóptica que, mediante la mirada de los soldados, Hitler intentaba imponer. Desde luego, Paul Celan trató de huir físicamente de esta “anamnesis de la muerte” y en diciembre de 1947, ayudado por campesinos húngaros, atravesó la frontera de este país con un grupo de judíos con los que continuó el viaje hacia Budapest. El poeta lo ha retratado así en su obra en prosa Diálogo en la montaña: “Una tarde que el sol, y no sólo él, había tenido su ocaso, se fue, salió de su casita, y se fue el judío, el hijo e hijo de judío, y con él se fue su nombre, el impronunciable, se fue y se vino”[12].
De allí hacia Viena y finalmente hacia París. Allí recibió varios rechazos de editoriales, hasta que finalmente el día de su matrimonio con Gisele Lestrange, su texto fue aceptado por la editorial. Seguirían largos años de “anamnesis de la muerte”, en insistente pugna entre la necesidad física y mental de olvidar y la incapacidad estética y ética de hacerlo. De hecho las impugnaciones contra «esa» Alemania seguirían en su obra. En «Fuga de Muerte» esta imputación hacia el pueblo alemán se vuelve insistente en ciertas imágenes (leche negra, un hombre vive en la casa, juega con serpientes) y, finalmente, declarativa: «la muerte es un amo de Alemania/…/te alcanza con bala de plomo te alcanza certero». Los tanques, los revólveres, las alambradas, las torres de vigilancia y las imágenes que los nazis trataron de imponer como iconografía oficial de «esa» Alemania (quemando cuadros de Emil Nolde, Paul Klee o Egon Schiele, o llamando hasta a Fritz Lang para que elabore películas favorables al Tercer Reich) son un ejemplo de lo que Celan impugna desde este poema. Claro, es obvio que la historia expurgada de toda tergiversación fascista y que el cine desarrollado por realizadores contemporáneos, al poseer un mayor radio de alcance que un poema, puede hacer (o ha hecho) una imputación más extensiva contra el olvido del Holocausto. Sin embargo, el poema posee la concentración evocativa de la imagen, que lo enviste de una verdad mayor que cualquier historiografía y, aunque supone una batalla perdida de antemano, que viene desde su condición de discurso imaginativo imbricado con la “anamnesis de la muerte”, pero ganada por el carácter de verdad que siempre tiene la poesía. Al final del texto, los iconos se mueven a nivel oposicional: los cabellos de oro de Margarete son la imagen de los “ganadores”, de los verdugos, imputados para siempre desde la efigie de la Sulamita (desde sus cenizas, desde las cenizas de todos los prisioneros ejecutados). Esas son las dos voces que hablan alternadamente en esta «fuga». Recordemos que la «fuga» se instala a dos voces: la voz de la Sulamita y la voz de Margarete. Si embargo ambas resultan ajenas a la imagen de Celan enterrado en un cementerio de París, pero fueron creadas para recordar(nos), para (re)construir la historia de un pueblo en tiempos de barbarie, para abrir(nos) un memorial a una masacre que jamás pudo tener sentido.


III

Este texto de Celan es eminentemente un poema de importancia para la memoria y la historia del pueblo judío. No tanto para la historia de Israel, sino para entender el largo y difícil devenir de los judíos de la diáspora. Sin embargo, durante este ejercicio interpretativo descubrimos que una lectura inmanentista del texto supone desmantelar elementos de contexto, sin los cuales, una lectura que considere los elementos de la memoria sería imposible. Por otro lado, también resultó evidente que para hacer una (re)construcción de la memoria de un pueblo, incluso en poemas que aluden a circunstancias históricas específicas del mismo, es indispensable discriminar elementos que se corresponden más bien a una memoria histórica, de otros que aluden a una impronta más personal del poeta. A pesar de esto, ha resultado interesante la idea de relacionar la anamnesis (para el caso de “Fuga de muerte”, “la anamnesis de la muerte”) con una iconicidad metáforica que se vuelve, desde la apelación a los sentidos, un medio para proyectar una interpelación constante, emotiva e insistente a la historia oficial, desde un lenguaje que, pese a su escasa divulgación, puede conferirse a sí mismo un carácter durativo mayor. Así, la memoria puede persistir en el poema como las cenizas de sentido, en un sentido más amplio del que aquí he atribuido al texto celaniano. Desde sus rescoldos, la imagen poética puede insistir y resistir por siglos y evos. Así, hemos intentado enlazar el poema (con sus atributos metafóricos e icónicos) con la noción de “anamnesis de la muerte”. La propuesta desarrollada ha sido pensar que esta anamnesis, desde su pugna con el olvido, al ser registrada por un gran artista, puede, desde la construcción metáforica posibilitada por las palabras, invocar emociones que induzcan a la reflexión, más allá del registro imaginativo, sobre la memoria de un sujeto y, cuando aluden como en «Fuga de Muerte» a eventos históricos más o menos determinados, a la memoria de un pueblo, a la (re)construcción de su memoria, para el caso, en tiempos no sólo de barbarie, sino de puro vacío humano.




FUGA DE MUERTE (TODESFUGE)

Traducción de Jesús Munárriz


Leche negra del alba la bebemos al atardecer
la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que
escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas silba
llamando a sus perros
silba y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad ahora música de baile


Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que
escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
Tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en los aires allí
No hay estrechez

Grita cavad más hondo en el el reino de la tierra los unos y los
otros cantad y tocad
echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules
hincad más hondo las palas los unos y los otros volved a tocar
música de baile

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y a la mañana te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete tu cabello
de ceniza Sulamita él juega con serpientes

Grita tocad más dulcemente a la la muerte la muerte es un amo de
Alemania
grita tocad más sombríamente los violines luego subiréis como
humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes allí no hay estrechez

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un amo de Alemania
te bebemos al atardecer y a la mañana bebemos
y bebemos la muerte es un amo de Alemania su ojo es azul
te alcanza con bala de plomo te alcanza certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
azuza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el aire
acosa con las serpientes y sueña la muerte es un amo de
Alemania
tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita.


Notas
____________________________
[1] Paul Ricoeur, Los caminos del reconocimiento, Madrid, Editorial Trotta, 2005, p. 122.
[2] Paul Ricoeur, Los caminos del reconocimiento, … p. 123.
[3] Paul Ricoeur, La metáfora viva, Madrid, Editorial Trotta, 2001, p. 254.
[4] Paul Ricoeur, Los caminos del reconocimiento, … p. 122.
[5] Jesús Munárriz, “Prólogo”, en Paul Celan, Amapola y Memoria, Madrid, Ediciones Hiperión, 1999, p. 14.
[6] Paul Ricoeur, Los caminos del reconocimiento, … p. 121.
[7] Paul Ricoeur, Los caminos del reconocimiento, … p. 121.
[8] La fuga es una composición polifónica que gira sobre un cierto tema y su contrapunto, repetidos con cierto artificio. Tomado de Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española (volumen 5), 2001, p. 742.
[9] Jesús Munárriz, “Prólogo”, en Paul Celan, Amapola y Memoria, …. p. 14.
[10] Jean Bollack, Poesía contra poesía, Madrid, Editorial Trotta, 2005, p. 36.
[11] Jesús Munárriz, “Prólogo”, en Paul Celan, Amapola y Memoria, Madrid, Ediciones Hiperión, 1999, p. 15.
[12] Petre Solomon, Paul Celan and the Critics, Nueva York, Books Abroad, 1973, pp. 191-201, citado por Carlos Ortega, “Prólogo”, en Paul Celan, Obras completas, Madrid, Editorial Trotta, 2005, p. 17.
[13] Paul Celan, Diálogo en la Montaña, Madrid, Cuadernos Hiperión, 1980, p. 38, citado por Carlos Ortega
, “Prólogo”, en Paul Celan, Obras completas, Madrid, Editorial Trotta, 2005, p. 18.

jueves, 25 de octubre de 2007

Imágenes del mar en la poesía de Eugenio Montale


(Texto leído en la inauguración de la VII Settimana della Lingua Italiana nel Mondo, en el Auditorio Menor del Centro Cultural de la PUCE, el lunes 22 de octubre)

Por César Eduardo Carrión

Cuando Gabriela Tavella, coordinadora del Departamento de Italiano de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, me pidió que participara como conferencista, tuve de inmediato más de una duda. Y creo que mis temores son muy legítimos, porque el italiano no es mi lengua materna y tampoco la he estudiado formalmente. Lo poquísimo que conozco de este hermoso idioma lo he aprendido leyendo la obra de ciertos poetas italianos, siempre en ediciones bilingües, por cierto. Y, por supuesto, escuchando algo de música y viendo algo del cine de los grandes directores como Fellini. Sentía que este vínculo era muy frágil como para que yo pudiera pronunciar alguna palabra relevante. Pero, de pronto, recordé dos lazos importantes que me unen emotivamente a esta celebración. El primero de ellos, más bien íntimo y seguramente irrelevante para esta audiencia, es el nombre del mar pronunciado en italiano, porque suena igual al nombre de mi esposa: Mare. Bueno, en realidad, ese no es su nombre, pero desde niña en su casa le han llamado así: Mare. Además, recordé que ella desciende de italianos por parte de su abuela paterna. El segundo motivo, ese sí relevante para esta audiencia, es que la obra de aquellos poetas italianos, que les contaba que he leído, ha calado muy hondo en la poesía de algunos de los escritores ecuatorianos más jóvenes, entre quienes me cuento. Estos poetas italianos son Montale, Ungaretti, Quasimodo... aquellos conocidos como poetas herméticos. De entre ellos, ha sido Eugenio Montale quien me ha seducido con su poesía desde el principio. Con él, o más precisamente, con su poesía, comparto más de una preocupación estética. Por estas razones, en estos pocos minutos, pretendo compartir con ustedes algunas de mis impresiones sobre el significado del mar en la poesía de Eugenio Montale, específicamente, en un par de poemas de su primer libro, llamado Huesos de sepia, posiblemente, el más conocido entre nosotros. Mientras preparaba esta breve charla, encontré el primer poema que leí de Montale, hace como diez años, traducido por el poeta español Antonio Prieto. En él, curiosamente, la voz lírica le habla al mar. Escúchenlo:

Antiguo, estoy enamorado de la voz
que emergen de tus bocas cuando se abren,
como verdes campana que, de nuevo,
hacia atrás se arrojan y se deshacen.
La casa de mis lejanos estíos
te era cercana, tú lo sabes,
allá, en la tierra donde hierve el sol
y anuban el aire los mosquitos.
Ahora como entonces enmudezco ante tu presencia,
mar, aunque ya digno
no sea de la solemne lección
de tu latido. Tú fuiste el primero en decirme
que el ínfimo fermento
de mi corazón no era sino un instante
del tuyo; que en mis profundidades también latía
tu audaz ley arriesgada: ser vasto y ser diverso
pero, al mismo tiempo, fijo
para vaciarme así de todo fango
como hace tú cuando arrojas a la orilla
entre cordelajes, algas, estrellas marinas,
lo inútiles desechos de tu abismo.
[1]

La imagen del mar es definitoria en la poesía de Montale, a pesar de que escasean gravemente las palabras de significado acuático. En la obra de Montale, las rocas, los escollos, la arena, las grutas y los parajes desérticos y deshabitados pueblan y dibujan gran parte de su universo lírico. Pero el mar, entidad omnipresente, dictamina el sentido de los versos de Montale, aunque su voz se encuentre de espaldas a las aguas. El estrépito de las olas, que arremeten contra los arrecifes y los acantilados, se combina con el rumor suave del vaivén inmutable de alta mar. Sólo el agua es capaz de fijar los límites de la geografía del mundo poético de Montale. La musicalidad misma de los versos de este poeta parecen salir de las entrañas marinas: peces y algas, acentos y cadencias, son paridos a un tiempo por un mismo ectoplasma. Cuando el mar no aparece explícitamente, se transforma en otros paisajes, y también en sonidos líquidos y armonía vocálica. Así lo explicaba Montale, con sus propias palabras: “En Huesos de sepia el mar fermentador todo lo atrae y absorbe en su dominio; más tarde me di cuenta de que el mar, para mí, se encontraba en todas partes, y que incluso las clásicas arquitecturas de los cerros toscanos eran movimiento y fuga” [2]. Resultan clave estas últimas palabras del poeta: movimiento y fuga. En la poesía de nuestro autor, según indican los versos del poema que acabamos de escuchar, el mar aparece siempre como “ser vasto y ser diverso / pero, al mismo tiempo, fijo”. De esta forma, el mar en la poesía de Montale expresa el carácter paradójico del tiempo de los hombres.
Leamos otro poema de la primera parte de Huesos de sepia, ahora en la versión de Fabio Morábito:

Allá emerge el Tritón
entre las olas que lamen
la puerta de un cristiano
templo, y cada hora próxima
es antigua, y cada duda
se lleva de la mano
como a una niña amiga.

Allá no hay nadie que se mire
o que se escuche absorto.
Aquí estás en los orígenes
y decidir es vano:
más tarde partirás de nuevo
para asumir un rostro.[3]


En estos versos, el mar atestigua el paso efímero de las religiones humanas. En dimensiones de tiempo marino, ni siquiera un segundo separa al Tritón del templo cristiano. Para el océano eterno, paganos y creyentes son pasajeros de una misma ola fugaz: “cada hora próxima / es antigua” dice el texto. Pasado y futuro humanos se confunden en un presente invariable, marcado por el compás monótono de las aguas. Decidir es vano, asegura la voz lírica, porque toda partida es, al mismo tiempo, el principio y el fin de un periodo vital. En este debate, el mar invita al poeta, y al lector también, al encuentro de la propia identidad. El mar nos llama para que asumamos un rostro. Estas palabras sugieren que sólo frente a lo ajeno e inmutable se descubre lo distinto y lo propio. Solo frente a la cara del mar (perpetua e idéntica a sí misma), el individuo se reconoce cambiante y distinto. La identidad humana, como el mar, se define gracias al continuo cambio. Sólo la mutación es invariable en el universo poético de Montale. Así como cada ola del mar es distinta a otra, pero todas en conjunto son idénticas, cada hora humana es distinta y única, pero todas se conjugan un fluir unitario, aunque sea solamente en apariencia.
La expectación casi mística de Montale por la movilidad y la quietud de la naturaleza lo condujo con frecuencia a extraviarse en el paisaje. La identidad y la diferencia, halladas como realidades concretas en el comportamiento del mar, se expresan también en los ciclos climáticos que los océanos modulan, sobre todo en las regiones costeras. Hallo en esta constante de los versos de Montale, una referencia inequívoca a la costa de su natal Liguria. Dice así una parte del primer poema de Huesos de sepia:

Goza, si el viento que entra en el pomar
vuelve a traer la oleada de la vida:
aquí donde se hunde la maraña
inerte de memorias,
huerto no había, sino un relicario.

El aletear que escuchas no es un vuelo,
sino el estremecerse del regazo eterno;
ve cómo se transforma en un crisol
este rincón de tierra solitario.

La existencia humana es un vaivén de vida y muerte. El mar es la piel que se mueve sobre los huesos de sepia de las rocas de la costa accidentada de Liguria. Hay que recordar que Montale nació en Génova en 1896. El mar costero de su región natal, en especial el paisaje de la localidad de Monterosso, donde veraneaba de niño con su familia, seguramente lo motivaron a fijarse tanto en el oleaje y el viento sibilante sobre la vegetación reseca. Aquel panorama costero expresa de la dificultad de la vida, pero también la fuerza de sus formas más frágiles, que se empeñan en enraizar en el territorio yermo y poblar la piedra: “ve cómo se transforma en un crisol / este rincón de tierra solitario”, dice el poema.
Es muy conocido el male di vivere de Montale, aquella personalidad que lo llevó a escribir una obra poética introspectiva y desoladora. Hasta los 25 años de edad, apenas había tomado alguna decisión sobre su vida: no tenía oficio, no había emprendido ninguna carrera. Quería ser cantante lírico; nunca llegó a serlo. Posiblemente esa primitiva vocación también se vea reflejada en no pocos de sus primeros poemas. Lo cierto es que el joven Montale no hizo más que estudiar inglés, español y francés. Y qué bueno que así fue. Tal apatía e inactividad, que lo mantuvo dependiente de su padre viudo hasta cuando fue ya un adulto, posiblemente llevaron al poeta a descubrir en el mar una exquisita e inagotable metáfora existencial. La continuidad mutante del mar también le inspiró un uso económico de recursos estilísticos. La suya es una poesía contenida, de pocos motivos, de ritmos y entonaciones que permanecen a lo largo de toda su obra. Sin embargo, así como el mar cambia, según cada costa y playa, la poesía de Montale es siempre otra en cada libro, siendo sin embargo siempre la misma. El carácter de toda su obra quedó fijado de cierta forma en el primer libro, Huesos de sepia
Pero el mar en la poesía de este autor es también una invitación a la esperanza, una incitación al futuro. El mar levanta la ambición y la codicia en la conciencia, porque promete una vida llena de aventuras, a veces benignas, a veces peligrosas. Así parece expresarlo el final del poema que estábamos leyendo. Dice:

Cunde un tormento en este
lado del muro. Si avanzas, acaso
encuentres al fantasma que te salve:
se urden aquí los actos, las historias
borrados para el juego del futuro.

Busco una malla rota en la red
que nos oprime, ¡sal afuera, huye!
Ve, por ti lo he rogado – ahora la sed
me será más leve, menos acre la herrumbre...

En estos versos, lo que está de espaldas a la voz lírica son los huertos de Liguria calcinados por el sol. A las espaladas del hablante del poema, se encuentra la pobreza de la aridez. Frente a ella, se encuentra en cambio el océano infinito. Como un pez atrapado en una red de arena y soledad, la voz lírica descubre una malla rota por donde huir hacia un futuro que promete incertidumbre. Del mismo modo, millares de miles, millones de italianos han hallado su hogar en nuestro continente. Ese mar abierto que descubre Montale trajo a nuestra América este bello idioma, el italiano. Por ese mar cruzó la poesía italiana y llegó hasta nosotros. Así como el mar está en todas partes, como asegura nuestro poeta, para algunos de nosotros, el italiano también lo está, aunque no lo pronunciemos bien o apenas podamos balbucearlo. El mar que empieza en las costas de Liguria, termina hoy en nuestras costas ecuatorianas, y a falta de acantilados vertiginosos, tenemos las cumbres de los Andes. En honor a este pacto trasatlántico que hoy renovamos, quiero terminar mi intervención comentado un fragmento de la sección llamada Mediterráneo, igual a ese mar donde empezó esta aventura de intercambio cultural.
Todos amamos el mar, imagen paterna y materna del tiempo indetenible. Lo amamos, porque sabemos que la vida toda empezó en sus aguas. Lo sentimos entonces como nuestra madre. Pero a veces lo odiamos también, porque nos quita la vida para dársela a otros seres, que nos relevan en esta aventura de navegar por la incertidumbre y la fe. Y actúa entonces para nosotros como el padre que sanciona la ley cíclica de la vida. En esa medida, como el tiempo, el mar también es humano. Dice el preciso y precioso texto de Montale:

Llega a veces de pronto una hora
en que tu corazón cruel nos sobrecoge
y del nuestro se separa.
Discrepa entonces de mi voz tu música
y cada movimiento tuyo nos condena.
Absorto en mí, sin fuerzas,
tu voz parece sorda.
Me afianzo en el pedrisco
que desciende
hasta la escarpada orilla que te domina,
quebradiza, amarilla, surcada por regueros
de agua de lluvia.
Mi vida es esta seca pendiente,
medio y no fin, vía abierta a escurrimientos,
lento deslave.
Y también es esta planta que nace
de la devastación,
expuesta a los embates del mar y suspendida
entre erráticas ráfagas de viento.
Este trozo de suelo sin hierba
se quebró para dar pie a una margarita.
En ella titubeo ante el mar que me ofende,
mi vida todavía carece de silencio.
Miro la tierra que refulge,
el aire, de tan quieto, se oscurece.
Y esto que crece en mí
talvez es el rencor que todo hijo
siente, mar, hacia su padre.


Posiblemente, estas pocas ideas que he esbozado resulten un tanto generales, pero ha pretendido desembozar con un mínimo de fidelidad la compleja sencillez de la poesía de Montale, al menos, de uno de sus símbolos fundamentales: el mar. La obra lírica de este autor, quizás un tanto árida al principio, evoluciona hacia formas discursivas más cercanas a las estructuras conversacionales: menos elipsis y más conectores, más tono de confesión y menos encriptación de referencias biográficas. Así se puede ver en libros posteriores como Diario del 71 y del 72 y en Cuaderno de cuatro años. Sin embargo, el suyo es siempre un hermetismo comunicativo. Quizás algunos de ustedes hayan recordado, mientras escuchaban los versos de Montale, aquellos de Manrique que igualmente refieren la naturaleza del tiempo humano en términos acuáticos: “nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / qu´es el morir”. Y habrán acertado. Pero esta cercanía no se debe necesariamente a que Montale haya sido traductor de Cervantes y Nicolás Guillén. Los poetas de todos los tiempos parecen, por momentos, hablar de las mismas cosas en términos semejantes. Y esto, en el caso Montale, tiene una explicación precisa. Cierta ocasión, declaró en una entrevista: “El argumento de mi poesía (y creo de toda poesía posible) es la condición humana considerada en sí misma; no éste o aquel acontecimiento histórico. Esto no significa extrañarse de cuanto ocurre en el mundo; significa sólo conciencia y voluntad de no confundir lo esencial con lo transitorio”. Pues bien, esta voluntad de expresar en su poesía “la condición humana considerada en sí misma”, constituye un auténtico aliento humanista, que sembró en él un repudio profundo por el fascismo y que también le permitió obtener el Premio Nóbel de Literatura en 1975. Y lo más importante, le ha permitido a su poesía trascender las barreras del tiempo, del espacio y aun las del idioma. Fíjense ustedes: nos hemos reunido para festejar, con motivo de esta semana de la Lengua Italiana, a uno de los poetas italianos más influyentes del siglo XX y de lo que va del siglo XXI. Pero todavía más importante, nos ha ayudado a estrechar lazos de amistad, aun más, de hermandad, con el pueblo italiano, porque su lengua y su cultura, como las nuestras, son el hogar de la poesía de todos los hombres y todos los tiempos.

NOTAS
____________________
[1] Tomado de Eugenio Montale, 37 poemas traducidos por 37 poeta españoles en el centenario de su nacimiento, Madrid, Hiperión, 1996, p. 47.
[2]“Intervista immaginaria”, en Sulla poesia, al ciudado de Giorgio Zampa, Milán, Mondadori, 1976, p. 565, citado por Fabio Morábito en el Prólogo a su edición bilingüe de la Poesía completa de Eugenio Montale, Barcelona, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, 2006, pp. 15-16.
[3] Obra citada, pp. 82-83.

Lectura del sentido o lectura del silencio en tres poemas de Álvaro Rodríguez Torres

por Juan José Rodríguez Santamaría



Álvaro Rodríguez Torres
Foto tomada de Colombianet

En esta época, la lectura de poesía es vista como un acto curioso y extravagante, quizá hasta en mayor grado que la propia escritura de versos. La automatización del lenguaje, tan característica de los días que vivimos, bloquea nuestra sensibilidad frente a un género literario que supone, justamente, la mayor desviación respecto a las normas perceptivas ancladas en la razón tecnológica y en el lugar común. El internet, las fotocopias, los discos, las canciones, han creado un escenario heterogéneo y conflictivo. La figura que aparece en los exlibris (un hombre de rostro envejecido, sentado en un poltrón, junto a una vela blanca) parecería no corresponderse, no hallar ubicuidad en una imagen del lector actual de poemas. Por ello, una poesía que se sitúa en la duda ante el acto mismo de decir, que se ubica en la vecindad del silencio, parecería ser un acto tan extravagante como extemporáneo. Sin embargo, a manera de una vindicación de esta corriente estética, George Steiner sugiere que:“es preferible que el poeta se corte la lengua a que ensalce lo inhumano […] la palabra no debe tener vida natural, no debe tener un santuario neutral en los lugares y en el tiempo de la bestialidad[…] Cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentira, nada más resonante que el poema silente” .


¿Podemos decir que el internet o los discos compactos son parte de la inhumanidad y de la bestialidad? Es discutible la aseveración, pero nuestra respuesta sería sí, si acaso pensamos en el espíritu de un hombre delicado y, en realidad, bastante a contracorriente como el de George Steiner. Ahora claro, contra este tiempo de la “bestialidad”, contra esta nueva edad media, este filósofo propone el silencio de los poetas. Este silencio estaría signado por una cortedad en el decir, por una marcada brevedad. Cerca de aquí, lejos de los lugares que visitaba Steiner, nacieron y viven autores en una búsqueda próxima a ese silencio profetizado. Tal es el caso del escritor colombiano Álvaro Rodríguez Torres. Nacido en 1948 en la ciudad de Zipaquirá, situada en el departamento de Cundinamarca, es, según Ramón Cote Baraibar, un poeta “que libro tras libro ha ido llegando a una depuración que ya raya en el silencio” . La voz de Rodríguez Torres es, por tanto, un canto en el silencio que se resiste a ser silencio o, más exactamente, una zona de franqueo entre el silencio y la palabra.

Ahora bien, ¿cómo se debe enfrentar una lectura de poemas como los de Rodríguez Torres?. Es difícil decirlo, aunque si seguimos a Blanchot, “leer un poema no es aún leer un poema, ni siquiera entrar, por su intermedio, en la esencia de la poesía. En la lectura, el poema se afirma como obra en la lectura y en el espacio desplegado por el lector.” El poema aparece ante nosotros como un campo de posibilidades donde nosotros desplegamos nuestra singularidad, nuestra memoria, para crearle, al texto, un lugar en nuestra visión del mundo, un hogar en la galería, de imágenes y voces, que ocupan nuestra mente. Desde ese afectuoso silencio, desde esa voz callada de Rodríguez Torres ese campo de posibilidades se ensancha más, precisamente porque el sentido del poema no ha sido fijado bajo una premeditada voluntad oratorial.

Un ejemplo inicial es el poema «Ligera sospecha», correspondiente a su primer libro, Recordándole a Carroll (1981), conjuga y conjura elementos que anuncian el desarrollo de lo que será su poesía posterior. No obstante, a diferencia de muchos autores que escriben poemas cercanos a la poesía del silencio o del conocimiento, sentimos un ritmo delicado, sin elipsis forzadas ni metáforas de exacerbado irracionalismo. El poeta empieza el texto diciendo: «como aquellos/que desde lejanas tierras/ un día llegaron a la isla/ en donde según la leyenda/ un viejo capitán enterró su tesoro». Desde luego, la primera idea que viene a nuestra mente tras leer estos versos es el libro de Robert L. Stevenson, La Isla del Tesoro. Allí, como sabemos, se cuenta la historia de Jim, quien iba en busca del cofre enterrado del finado capitán Flint. ¿Cómo llegamos hasta ese lugar? Una vieja lectura del libro del autor británico que ha quedado grabada en nuestra mente nos ha convocado hacia allá, hacia las cercanías imaginarias de la isla. “La mneme, la memoria, el engrama [funciona] en nosotros mismos, como la primera forma de la escritura [que] ha sido cincelada en la psique” . Es la escritura que hacemos escritura al resumir el libro brevemente, pero es, sobre todo, la narración que se despliega, sólo para nosotros, al ser recordada. Stevenson nos habla a través de la voz de Rodríguez. Vemos el poema, oímos su voz y la voz de Stevenson. Vemos o recordamos que alguien repasaba con los dedos el mapa del capitán Flint. Oímos el mar o recordamos haberlo oído en las páginas de un libro ya leído.

No obstante, el poema no se limita a glosar un argumento. De hecho, la segunda parte supone una desviación en el sentido pronosticable, en el sentido obvio del poema. La lógica, al servicio de la opinión común, nos hace pensar que se insistirá en hacer un raconto de la trama stevensoniana. Sin embargo, el texto concluye diciendo: «y así buscándolo enterraron su mejores años/ sin darse cuenta/ que en realidad en realidad/ o la isla era el tesoro/ quizás así han sido nuestras vidas». En un poema sin puntuación tipográfica, casi pasamos del penúltimo al último verso sin advertir nada. Sin embargo, una actitud atenta –necesaria ante cualquier poema- nos permite descubrir que una idea está incompleta o, más bien, es completada por el silencio. ¿O la isla era el tesoro o qué era? Es difícil saber lo que el poeta calla. Aquí hay una sutil elipsis. Es claro, en todo caso, el préstamo que hace Rodríguez Torres a una idea presente en un poema de Constantinos Petrus Cavafis, quizás el más célebredel autor alejandrino: «Ítaca».

Nuevamente la memoria, el recuerdo de un texto literario nos permite, al leer el poema, oír la voz de Cavafis y ver, otra vez, el mar. Dicen los versos del poeta griego: «Ítaca te ha dado un viaje hermoso./Sin ella no te habrías puesto en marcha./ Pero no tiene ya más que ofrecerte». Ítaca es una isla griega situada en el mar Jónico, entre Cefalonia y Leúcade. Su simbología es parte importante de la saga homérica y, desde luego, de la cavafiana. A su célebre nombre está asociada la idea del viaje como experiencia fundante de la vida. Tanto Rodríguez Torres como Cavafis insisten en esta noción de que la existencia no reside en los dones hallados, sino en la vida como puro transcurso. Sin embargo, Rodríguez Torres ha inventando otra historia, al amalgamar las dos pequeñas tramas precedentes. Así, el poeta colombiano ha pasado de mostrarnos un tesoro físico, un tesoro palpable, a confrontarnos con un tesoro indecible, con un tesoro callado. Porque como decía Gadamer “no sólo se lee el sentido también se lo oye” y se lo ve. Casi podemos sentir ese tesoro y su ausencia. O, lo que sería lo mismo, casi podemos escuchar su silencio.

Ese sondear con lo callado se acentúa en obras posteriores. Por ejemplo, en el texto «De Rerum Natura», correspondiente a su libro Para otras voces (1999). El título es un préstamo del volumen De Rerum Natura del filósofo romano Lucrecio. La traducción usualmente aceptada del título en latín es De la naturaleza de las cosas y expresa a lo largo de sus seis cantos, asuntos bastante variados: la corporeidad y la muerte, el amor, los relámpagos. En todo caso es una profunda meditación -de implicaciones científicas- con respecto a la vida y la experiencia de los sentidos. Aunque, claro, hay evidentes hallazgos poéticos: «y el relámpago ya vieron los ojos/ cuando llegan los truenos al oído; porque hieren más pronto los objetos/ la vista que el oído». Deteniéndonos en los versos, descubrimos que coinciden con la idea de H. G. Gadamer respecto al oír-ver-leer. Es posible que la vista reciba con mayor rapidez una sensación que el oído. De hecho cuando leemos, primero vemos una superficie donde el poema ha sido escrito, luego lo leemos y finalmente podemos escuchar, desde sus versos, algo, lo que sea posible. Esta noción, que enlazaría la naturaleza y el poema, aparece precisada en la parte inicial del texto de Álvaro Rodríguez Torres: «La naturaleza habla siempre de sí misma,/ incluso a extraños./ La duración es el mundo posible/ de sus actos». Aquí, los versos sugieren que la naturaleza nos está hablando en el poema y que, por ello, el poema comparte la emoción que provoca la naturaleza sobre los sentidos. Desde luego, también nos hace pensar que la duración (como la del viaje hacia la Isla del Tesoro, como la del viaje hacia Ítaca) depende totalmente de la naturaleza. Nada es ajeno a ella y, desde luego, ni los sentidos, ni la lectura. Allí, el título tomado a préstamo por Rodríguez Torres –De Rerum Natura-se justifica plenamente.

Desde luego, el poeta colombiano podría utilizar otro fragmento de Lucrecio para expresar los vínculos entre el oír-ver-leer y la música del silencio propuesta en sus poemas, y el oír-ver-leer que se pone en marcha cuando sentimos la naturaleza. Sin embargo, los versos siguientes nos hacen pensar que Rodríguez Torres suscribiría esta argumentación: «Poema ella misma/ y predestinada al poema». Estos versos proclaman la identidad del poema con la naturaleza. Oímos y vemos el poema y, claro, oímos y vemos la naturaleza suscitada en el poema. La mneme nos las hace visibles, pues aún poseemos recuerdos de nuestro contacto físico con el sonido de un río o la imagen de algún pájaro en el cielo. Finalmente, el poeta dice: «Es emblema o símbolo,/ blanco hueso ungido por el milagro». Podemos pensar que el milagro consiste en la escritura y, sobre todo, en la lectura. Esta última haría posible que cualquier milagro posterior, anterior, en fin, ajeno al texto sea visible, audible, incluso desde el posible silencio, desde el hueso originario y nuestro, del mundo. En Rodríguez Torres, la naturaleza es un emblema o un símbolo del silencio, como lo es también el poema, este mismo poema.

Como ejemplo final y como más radical invocación a lo callado, tenemos el poema «Matisse: La música. 1910». Allí, Rodríguez Torres ha escrito algunas claves de su trabajo literario, pero también ha hecho explícito –más que en los textos precedentes- el proceso mediante el cual leemos, vemos y oímos un texto poético. Así, los versos dicen: «En las afueras festivas/ de esta página, en su cuadro/ lo que el ojo ve/ también existe para el oído./ Sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano». En principio podemos señalar la particular brevedad del poema que supone, entre otras cosas, dejar gran parte de la página en blanco. Hay mucho por callar y mucho por mostrar al callar, parecería sugerirnos el poeta con esta estrategia compositiva. De hecho, el título del que forma parte este poema se llama El color de lo blanco (2001). Pero ¿cuál es el color de lo blanco? Los esquimales distinguen muchos colores blancos que les sirven para orientarse y sobrevivir entre las montañas y planicies de hielo. Es un blanco que no ha de leerse, sino que ha de verse. Desde luego, también oiremos el silencio en el papel bond o en las páginas sepia. Además, no deja de ser significativa esa disposición espacial, del poema, sobre la página. Al implicar nuestra mirada sobre un punto fijo, este poema se apodera con más fuerza de nuestros ojos que otros textos escritos con una disposición espacial distinta.

Claro, la lectura de un poema supone la existencia de un lector que sitúa sus ojos sobre el verso, en un acto semejante al paneo de la cámara cinematográfica: recorre el verso, letra a letra, palabra tras palabra, para completar un sentido aproximado. Rodríguez Torres nos propone una lectura que se ubica entre la mirada aleatoria, dispuesta a detenerse en los detalles, que hacemos de lo pictórico (como en el poema «Un Golpe de Dados» de Stéphane Mallarmé) y la mirada fija que hacemos de los lenguajes audiovisuales (como en algunos poemas breves de José Manuel Arango, casi solitarios sobre el centro de la página). Podemos decir que este texto es, de ese modo, tan visto como leído. Al mirar el poema, podemos decir que opera como un grabado al interior del lienzo que es la página. Es un bloque difuso de tintas intercaladas por espacios vacíos, que sólo interpretamos como escritura porque conocemos la lengua y el alfabeto con los que ha sido escrito. Así aparece ante nosotros, cuando leemos el título del texto, el nombre de Henri Matisse y el título de un lienzo, La música, fechado en 1910.

La mneme, el engrama trae a nuestra mente una imagen del pintor francés y una imagen de su cuadro. Es posible que la memoria falle algo –Leteo- y debamos recurrir a algún libro de pintura del siglo XX. En la lámina correcta, cinco hombres de rasgos andróginos, con una piel de tono rojo terroso y un cabello de color oscuro, están en un prado verde oliva. Arriba, el cielo es casi púrpura. Dos de los hombres son músicos: uno, de pie, toca el violín, y otro, sentado, sopla en una especie de pífano. El resto de hombres parece escuchar. Esa sería una descripción general y esquemática del cuadro de Henri Matisse. Ahora claro, como dice el poeta: «Lo que el ojo ve/ también existe para el oído». Leemos el poema, recordamos una imagen del cuadro grabada en nuestra mente y oímos las palabras. No obstante, ahora que nos enfrentamos al texto de Rodríguez Torres, podemos decir que al leer oímos, pero no solamente oímos palabras: también música. Una música que por los personajes y los instrumentos pintados en el cuadro, parecería ser sencilla y cálida, parecería edificar unas “afueras festivas”. Gadamer apuntala esta idea cuando nos dice que “el funcionamiento combinado del oído y la vista distingue al hombre desde antiguo” . La lectura de los labios es un ejemplo de ello. Sin embargo, los dos versos finales del poema son intrigantes: «sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano». ¿Se trata de un puro juego sinestésico? ¿Es la mano del músico o la mano de Matisse? La segunda respuesta es quizá más satisfactoria. De cualquier modo, el camino se ha abierto mediante ese breve decir. La sinestesia juega para expresar esa traslación entre el ver y el oír, para poner de manifiesto que la mano que pinta el cuadro es capaz de hacernos escuchar una música remota. Rodríguez Torres, mediante su escritura, ha posibilitado un “leer” en cuya efectuación vemos, con la ayuda de la memoria, un lienzo, y escuchamos la música que percute, sigilosamente, en esa tela. Ahora bien, se debe insistir en algo. El uso del color es fundamental en Matisse quien, en realidad, privilegió ese aspecto de la técnica, por sobre el dibujo. Eso supuso una pequeña revolución en la pintura. El color debía ser intenso, debía hacerse oír. La memoria, la historia icónica de los cuadros de Matisse ha aliviado el enigma de los versos finales: «sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano».

La lectura y el análisis nos muestran que los textos se despliegan silenciosamente en múltiples sentidos. Ahora claro, como hemos podido ver a lo largo de este breve análisis, los dos poemas de Rodríguez Torres -que corresponden a etapas distintas de su trabajo poético- juegan con una intertextualidad que enhebra manifestaciones artísticas diversas: la poesía, la música, la pintura, la narrativa. Todas ellas se activan mediante las habilidades y registros presentes en la memoria del lector. Desde luego, leemos el poema en la literatura, en la escritura, pero siempre –aunque no lo sepamos- convocando al lenguaje, al sentido del oído y a la visión. La experiencia de la vida, la experiencia estética y la experiencia de la lectura coinciden en que se nos presentan como hechos sensoriales, orquestados, eso sí, desde una música del silencio. Como en las obras de John Cage, donde a veces no se toca nada, pero se deja oír todo lo que está afuera de la música, podemos afirmar que Rodríguez Torres tiene la convicción de que, mediante una expresión situada en los linderos de lo callado y enriquecida por múltiples juegos intertextuales, basta con tocar una cuerda del instrumento imaginativo e imaginario del que dispone, para inaugurar múltiples significaciones desde los versos.

Esa puede ser una táctica, una estrategia compostiva, si seguimos el argumento de de Maurice Blanchot, para crear ese espacio sobre el cual el lector debería desplegar sus sentidos. La novela de Stevenson, el poemas de Cavafis, la pintura de Matisse y una música sin locus definido de origen: todos se suman para crear ese espacio siempre no delimitado de la lectura, pero que el lector define y crea. Es cierto, como afirmaba Steiner que una civilización “donde la inflación constante de la moneda verbal ha devaluado de tal modo lo que antes era un acto numinoso de comunicación que lo válido y lo verdadero ya no pueden hacerse oír”. Curiosamente, el silencio no puede oírse y una música labrada en su interior debería, posiblemente, guardar lo verdadero. Por ello, cuando descubrimos en una página de internet o en unas copias de segunda mano, los versos de alguien como Rodríguez Torres, podemos afirmar que la bestialidad de este mundo de la razón instrumental, tiene márgenes donde el lector, sin ser el de los antiguos y hermosos exlibris (un hombre de rostro envejecido, sentado en un poltrón, junto a una vela blanca), puede escuchar la música del mundo, leer y repasar las líneas de los versos, oír sobre lo blanco, el silencio. Frente a la paradójica barbarie de la tecnología, frente al desolador maltrato de los medios masivos, el lector de poemas debería enfrentarse con vehemencia y afecto a textos como los de este asombroso poeta colombiano. En fin, hasta en la edad media –la antigua- se buscaba la piedra filosofal, el numen del mundo.






















TEXTOS CONSULTADOS

Blanchot, Maurice. El espacio literario, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1992.
Cote Baraibar, Ramón, edit., La Poesía del siglo XX en Colombia, Madrid, Visor, 2006.
Gadamer, Hans-Georg. Arte y verdad de la palabra, Barcelona, Paidós, 1998.
Steiner, George. Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 1982.