Álvaro Rodríguez Torres
Foto tomada de Colombianet
En esta época, la lectura de poesía es vista como un acto curioso y extravagante, quizá hasta en mayor grado que la propia escritura de versos. La automatización del lenguaje, tan característica de los días que vivimos, bloquea nuestra sensibilidad frente a un género literario que supone, justamente, la mayor desviación respecto a las normas perceptivas ancladas en la razón tecnológica y en el lugar común. El internet, las fotocopias, los discos, las canciones, han creado un escenario heterogéneo y conflictivo. La figura que aparece en los exlibris (un hombre de rostro envejecido, sentado en un poltrón, junto a una vela blanca) parecería no corresponderse, no hallar ubicuidad en una imagen del lector actual de poemas. Por ello, una poesía que se sitúa en la duda ante el acto mismo de decir, que se ubica en la vecindad del silencio, parecería ser un acto tan extravagante como extemporáneo. Sin embargo, a manera de una vindicación de esta corriente estética, George Steiner sugiere que:“es preferible que el poeta se corte la lengua a que ensalce lo inhumano […] la palabra no debe tener vida natural, no debe tener un santuario neutral en los lugares y en el tiempo de la bestialidad[…] Cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentira, nada más resonante que el poema silente” .
¿Podemos decir que el internet o los discos compactos son parte de la inhumanidad y de la bestialidad? Es discutible la aseveración, pero nuestra respuesta sería sí, si acaso pensamos en el espíritu de un hombre delicado y, en realidad, bastante a contracorriente como el de George Steiner. Ahora claro, contra este tiempo de la “bestialidad”, contra esta nueva edad media, este filósofo propone el silencio de los poetas. Este silencio estaría signado por una cortedad en el decir, por una marcada brevedad. Cerca de aquí, lejos de los lugares que visitaba Steiner, nacieron y viven autores en una búsqueda próxima a ese silencio profetizado. Tal es el caso del escritor colombiano Álvaro Rodríguez Torres. Nacido en 1948 en la ciudad de Zipaquirá, situada en el departamento de Cundinamarca, es, según Ramón Cote Baraibar, un poeta “que libro tras libro ha ido llegando a una depuración que ya raya en el silencio” . La voz de Rodríguez Torres es, por tanto, un canto en el silencio que se resiste a ser silencio o, más exactamente, una zona de franqueo entre el silencio y la palabra.
Ahora bien, ¿cómo se debe enfrentar una lectura de poemas como los de Rodríguez Torres?. Es difícil decirlo, aunque si seguimos a Blanchot, “leer un poema no es aún leer un poema, ni siquiera entrar, por su intermedio, en la esencia de la poesía. En la lectura, el poema se afirma como obra en la lectura y en el espacio desplegado por el lector.” El poema aparece ante nosotros como un campo de posibilidades donde nosotros desplegamos nuestra singularidad, nuestra memoria, para crearle, al texto, un lugar en nuestra visión del mundo, un hogar en la galería, de imágenes y voces, que ocupan nuestra mente. Desde ese afectuoso silencio, desde esa voz callada de Rodríguez Torres ese campo de posibilidades se ensancha más, precisamente porque el sentido del poema no ha sido fijado bajo una premeditada voluntad oratorial.
Un ejemplo inicial es el poema «Ligera sospecha», correspondiente a su primer libro, Recordándole a Carroll (1981), conjuga y conjura elementos que anuncian el desarrollo de lo que será su poesía posterior. No obstante, a diferencia de muchos autores que escriben poemas cercanos a la poesía del silencio o del conocimiento, sentimos un ritmo delicado, sin elipsis forzadas ni metáforas de exacerbado irracionalismo. El poeta empieza el texto diciendo: «como aquellos/que desde lejanas tierras/ un día llegaron a la isla/ en donde según la leyenda/ un viejo capitán enterró su tesoro». Desde luego, la primera idea que viene a nuestra mente tras leer estos versos es el libro de Robert L. Stevenson, La Isla del Tesoro. Allí, como sabemos, se cuenta la historia de Jim, quien iba en busca del cofre enterrado del finado capitán Flint. ¿Cómo llegamos hasta ese lugar? Una vieja lectura del libro del autor británico que ha quedado grabada en nuestra mente nos ha convocado hacia allá, hacia las cercanías imaginarias de la isla. “La mneme, la memoria, el engrama [funciona] en nosotros mismos, como la primera forma de la escritura [que] ha sido cincelada en la psique” . Es la escritura que hacemos escritura al resumir el libro brevemente, pero es, sobre todo, la narración que se despliega, sólo para nosotros, al ser recordada. Stevenson nos habla a través de la voz de Rodríguez. Vemos el poema, oímos su voz y la voz de Stevenson. Vemos o recordamos que alguien repasaba con los dedos el mapa del capitán Flint. Oímos el mar o recordamos haberlo oído en las páginas de un libro ya leído.
No obstante, el poema no se limita a glosar un argumento. De hecho, la segunda parte supone una desviación en el sentido pronosticable, en el sentido obvio del poema. La lógica, al servicio de la opinión común, nos hace pensar que se insistirá en hacer un raconto de la trama stevensoniana. Sin embargo, el texto concluye diciendo: «y así buscándolo enterraron su mejores años/ sin darse cuenta/ que en realidad en realidad/ o la isla era el tesoro/ quizás así han sido nuestras vidas». En un poema sin puntuación tipográfica, casi pasamos del penúltimo al último verso sin advertir nada. Sin embargo, una actitud atenta –necesaria ante cualquier poema- nos permite descubrir que una idea está incompleta o, más bien, es completada por el silencio. ¿O la isla era el tesoro o qué era? Es difícil saber lo que el poeta calla. Aquí hay una sutil elipsis. Es claro, en todo caso, el préstamo que hace Rodríguez Torres a una idea presente en un poema de Constantinos Petrus Cavafis, quizás el más célebredel autor alejandrino: «Ítaca».
Nuevamente la memoria, el recuerdo de un texto literario nos permite, al leer el poema, oír la voz de Cavafis y ver, otra vez, el mar. Dicen los versos del poeta griego: «Ítaca te ha dado un viaje hermoso./Sin ella no te habrías puesto en marcha./ Pero no tiene ya más que ofrecerte». Ítaca es una isla griega situada en el mar Jónico, entre Cefalonia y Leúcade. Su simbología es parte importante de la saga homérica y, desde luego, de la cavafiana. A su célebre nombre está asociada la idea del viaje como experiencia fundante de la vida. Tanto Rodríguez Torres como Cavafis insisten en esta noción de que la existencia no reside en los dones hallados, sino en la vida como puro transcurso. Sin embargo, Rodríguez Torres ha inventando otra historia, al amalgamar las dos pequeñas tramas precedentes. Así, el poeta colombiano ha pasado de mostrarnos un tesoro físico, un tesoro palpable, a confrontarnos con un tesoro indecible, con un tesoro callado. Porque como decía Gadamer “no sólo se lee el sentido también se lo oye” y se lo ve. Casi podemos sentir ese tesoro y su ausencia. O, lo que sería lo mismo, casi podemos escuchar su silencio.
Ese sondear con lo callado se acentúa en obras posteriores. Por ejemplo, en el texto «De Rerum Natura», correspondiente a su libro Para otras voces (1999). El título es un préstamo del volumen De Rerum Natura del filósofo romano Lucrecio. La traducción usualmente aceptada del título en latín es De la naturaleza de las cosas y expresa a lo largo de sus seis cantos, asuntos bastante variados: la corporeidad y la muerte, el amor, los relámpagos. En todo caso es una profunda meditación -de implicaciones científicas- con respecto a la vida y la experiencia de los sentidos. Aunque, claro, hay evidentes hallazgos poéticos: «y el relámpago ya vieron los ojos/ cuando llegan los truenos al oído; porque hieren más pronto los objetos/ la vista que el oído». Deteniéndonos en los versos, descubrimos que coinciden con la idea de H. G. Gadamer respecto al oír-ver-leer. Es posible que la vista reciba con mayor rapidez una sensación que el oído. De hecho cuando leemos, primero vemos una superficie donde el poema ha sido escrito, luego lo leemos y finalmente podemos escuchar, desde sus versos, algo, lo que sea posible. Esta noción, que enlazaría la naturaleza y el poema, aparece precisada en la parte inicial del texto de Álvaro Rodríguez Torres: «La naturaleza habla siempre de sí misma,/ incluso a extraños./ La duración es el mundo posible/ de sus actos». Aquí, los versos sugieren que la naturaleza nos está hablando en el poema y que, por ello, el poema comparte la emoción que provoca la naturaleza sobre los sentidos. Desde luego, también nos hace pensar que la duración (como la del viaje hacia la Isla del Tesoro, como la del viaje hacia Ítaca) depende totalmente de la naturaleza. Nada es ajeno a ella y, desde luego, ni los sentidos, ni la lectura. Allí, el título tomado a préstamo por Rodríguez Torres –De Rerum Natura-se justifica plenamente.
Desde luego, el poeta colombiano podría utilizar otro fragmento de Lucrecio para expresar los vínculos entre el oír-ver-leer y la música del silencio propuesta en sus poemas, y el oír-ver-leer que se pone en marcha cuando sentimos la naturaleza. Sin embargo, los versos siguientes nos hacen pensar que Rodríguez Torres suscribiría esta argumentación: «Poema ella misma/ y predestinada al poema». Estos versos proclaman la identidad del poema con la naturaleza. Oímos y vemos el poema y, claro, oímos y vemos la naturaleza suscitada en el poema. La mneme nos las hace visibles, pues aún poseemos recuerdos de nuestro contacto físico con el sonido de un río o la imagen de algún pájaro en el cielo. Finalmente, el poeta dice: «Es emblema o símbolo,/ blanco hueso ungido por el milagro». Podemos pensar que el milagro consiste en la escritura y, sobre todo, en la lectura. Esta última haría posible que cualquier milagro posterior, anterior, en fin, ajeno al texto sea visible, audible, incluso desde el posible silencio, desde el hueso originario y nuestro, del mundo. En Rodríguez Torres, la naturaleza es un emblema o un símbolo del silencio, como lo es también el poema, este mismo poema.
Como ejemplo final y como más radical invocación a lo callado, tenemos el poema «Matisse: La música. 1910». Allí, Rodríguez Torres ha escrito algunas claves de su trabajo literario, pero también ha hecho explícito –más que en los textos precedentes- el proceso mediante el cual leemos, vemos y oímos un texto poético. Así, los versos dicen: «En las afueras festivas/ de esta página, en su cuadro/ lo que el ojo ve/ también existe para el oído./ Sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano». En principio podemos señalar la particular brevedad del poema que supone, entre otras cosas, dejar gran parte de la página en blanco. Hay mucho por callar y mucho por mostrar al callar, parecería sugerirnos el poeta con esta estrategia compositiva. De hecho, el título del que forma parte este poema se llama El color de lo blanco (2001). Pero ¿cuál es el color de lo blanco? Los esquimales distinguen muchos colores blancos que les sirven para orientarse y sobrevivir entre las montañas y planicies de hielo. Es un blanco que no ha de leerse, sino que ha de verse. Desde luego, también oiremos el silencio en el papel bond o en las páginas sepia. Además, no deja de ser significativa esa disposición espacial, del poema, sobre la página. Al implicar nuestra mirada sobre un punto fijo, este poema se apodera con más fuerza de nuestros ojos que otros textos escritos con una disposición espacial distinta.
Claro, la lectura de un poema supone la existencia de un lector que sitúa sus ojos sobre el verso, en un acto semejante al paneo de la cámara cinematográfica: recorre el verso, letra a letra, palabra tras palabra, para completar un sentido aproximado. Rodríguez Torres nos propone una lectura que se ubica entre la mirada aleatoria, dispuesta a detenerse en los detalles, que hacemos de lo pictórico (como en el poema «Un Golpe de Dados» de Stéphane Mallarmé) y la mirada fija que hacemos de los lenguajes audiovisuales (como en algunos poemas breves de José Manuel Arango, casi solitarios sobre el centro de la página). Podemos decir que este texto es, de ese modo, tan visto como leído. Al mirar el poema, podemos decir que opera como un grabado al interior del lienzo que es la página. Es un bloque difuso de tintas intercaladas por espacios vacíos, que sólo interpretamos como escritura porque conocemos la lengua y el alfabeto con los que ha sido escrito. Así aparece ante nosotros, cuando leemos el título del texto, el nombre de Henri Matisse y el título de un lienzo, La música, fechado en 1910.
La mneme, el engrama trae a nuestra mente una imagen del pintor francés y una imagen de su cuadro. Es posible que la memoria falle algo –Leteo- y debamos recurrir a algún libro de pintura del siglo XX. En la lámina correcta, cinco hombres de rasgos andróginos, con una piel de tono rojo terroso y un cabello de color oscuro, están en un prado verde oliva. Arriba, el cielo es casi púrpura. Dos de los hombres son músicos: uno, de pie, toca el violín, y otro, sentado, sopla en una especie de pífano. El resto de hombres parece escuchar. Esa sería una descripción general y esquemática del cuadro de Henri Matisse. Ahora claro, como dice el poeta: «Lo que el ojo ve/ también existe para el oído». Leemos el poema, recordamos una imagen del cuadro grabada en nuestra mente y oímos las palabras. No obstante, ahora que nos enfrentamos al texto de Rodríguez Torres, podemos decir que al leer oímos, pero no solamente oímos palabras: también música. Una música que por los personajes y los instrumentos pintados en el cuadro, parecería ser sencilla y cálida, parecería edificar unas “afueras festivas”. Gadamer apuntala esta idea cuando nos dice que “el funcionamiento combinado del oído y la vista distingue al hombre desde antiguo” . La lectura de los labios es un ejemplo de ello. Sin embargo, los dos versos finales del poema son intrigantes: «sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano». ¿Se trata de un puro juego sinestésico? ¿Es la mano del músico o la mano de Matisse? La segunda respuesta es quizá más satisfactoria. De cualquier modo, el camino se ha abierto mediante ese breve decir. La sinestesia juega para expresar esa traslación entre el ver y el oír, para poner de manifiesto que la mano que pinta el cuadro es capaz de hacernos escuchar una música remota. Rodríguez Torres, mediante su escritura, ha posibilitado un “leer” en cuya efectuación vemos, con la ayuda de la memoria, un lienzo, y escuchamos la música que percute, sigilosamente, en esa tela. Ahora bien, se debe insistir en algo. El uso del color es fundamental en Matisse quien, en realidad, privilegió ese aspecto de la técnica, por sobre el dibujo. Eso supuso una pequeña revolución en la pintura. El color debía ser intenso, debía hacerse oír. La memoria, la historia icónica de los cuadros de Matisse ha aliviado el enigma de los versos finales: «sin duda, la suerte del color/ es más audible en su mano».
La lectura y el análisis nos muestran que los textos se despliegan silenciosamente en múltiples sentidos. Ahora claro, como hemos podido ver a lo largo de este breve análisis, los dos poemas de Rodríguez Torres -que corresponden a etapas distintas de su trabajo poético- juegan con una intertextualidad que enhebra manifestaciones artísticas diversas: la poesía, la música, la pintura, la narrativa. Todas ellas se activan mediante las habilidades y registros presentes en la memoria del lector. Desde luego, leemos el poema en la literatura, en la escritura, pero siempre –aunque no lo sepamos- convocando al lenguaje, al sentido del oído y a la visión. La experiencia de la vida, la experiencia estética y la experiencia de la lectura coinciden en que se nos presentan como hechos sensoriales, orquestados, eso sí, desde una música del silencio. Como en las obras de John Cage, donde a veces no se toca nada, pero se deja oír todo lo que está afuera de la música, podemos afirmar que Rodríguez Torres tiene la convicción de que, mediante una expresión situada en los linderos de lo callado y enriquecida por múltiples juegos intertextuales, basta con tocar una cuerda del instrumento imaginativo e imaginario del que dispone, para inaugurar múltiples significaciones desde los versos.
Esa puede ser una táctica, una estrategia compostiva, si seguimos el argumento de de Maurice Blanchot, para crear ese espacio sobre el cual el lector debería desplegar sus sentidos. La novela de Stevenson, el poemas de Cavafis, la pintura de Matisse y una música sin locus definido de origen: todos se suman para crear ese espacio siempre no delimitado de la lectura, pero que el lector define y crea. Es cierto, como afirmaba Steiner que una civilización “donde la inflación constante de la moneda verbal ha devaluado de tal modo lo que antes era un acto numinoso de comunicación que lo válido y lo verdadero ya no pueden hacerse oír”. Curiosamente, el silencio no puede oírse y una música labrada en su interior debería, posiblemente, guardar lo verdadero. Por ello, cuando descubrimos en una página de internet o en unas copias de segunda mano, los versos de alguien como Rodríguez Torres, podemos afirmar que la bestialidad de este mundo de la razón instrumental, tiene márgenes donde el lector, sin ser el de los antiguos y hermosos exlibris (un hombre de rostro envejecido, sentado en un poltrón, junto a una vela blanca), puede escuchar la música del mundo, leer y repasar las líneas de los versos, oír sobre lo blanco, el silencio. Frente a la paradójica barbarie de la tecnología, frente al desolador maltrato de los medios masivos, el lector de poemas debería enfrentarse con vehemencia y afecto a textos como los de este asombroso poeta colombiano. En fin, hasta en la edad media –la antigua- se buscaba la piedra filosofal, el numen del mundo.
TEXTOS CONSULTADOS
Blanchot, Maurice. El espacio literario, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1992.
Cote Baraibar, Ramón, edit., La Poesía del siglo XX en Colombia, Madrid, Visor, 2006.
Gadamer, Hans-Georg. Arte y verdad de la palabra, Barcelona, Paidós, 1998.
Steiner, George. Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 1982.
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