viernes, 25 de enero de 2008

Para ver la nueva película ecuatoriana...

Por César Eduardo Carrión


A propósito del estreno de la película Cuando me toque a mí del director Víctor Arregui, basada en la novela De que nada se sabe de Alfredo Noriega, transcribo el prólogo y breve estudio que escribí para la edición de ese libro en la “Serie Roja” de Santillana (Quito, 2006):

Citar a un gran poeta para empezar una novela tiene sus ventajas. Algo del prestigio literario parece contagiarse, como si con el simple hecho de poner un verso famoso de epígrafe el texto entero se invistiera de autoridad frente al lector, aun sin haber empezado apenas. Si el poeta es un grande de las letras universales, esta ósmosis ocurre con mayor naturalidad; pero si además el poema mismo es muy famoso o conocido, la lectura de la novela arranca condicionada por la visión particular que el poeta expone sobre el tema. Este condicionamiento se vuelve además inevitable cuando el título de la novela toma el nombre de ese poema en cuestión. Esto es lo que ocurre con la novela De que nada se sabe, de Alfredo Noriega.
El poema de Borges, titulado también De que nada se sabe, empieza con estos versos: “La luna ignora que es tranquila y clara / y ni siquiera sabe que es la luna; la arena, que es la arena. No habrá una / cosa que sepa que su forma es rara.” Quito, la ciudad descrita y diseccionada en la novela de Noriega, ignora que su forma es rara; la ciudad nunca sabrá que es una ciudad. Pero detrás de la obviedad de que los seres inertes carecen de conciencia, se esconde una proposición muy grave: la ignorancia no es mal exclusivo de los seres inconscientes. Incluso los hombres ignoran la mayor parte de las complejidades de su propia naturaleza, pues no conocen su origen primero y el sentido final de su existencia, como asegura el poema de Borges: “Las piezas de marfil son tan ajenas / al abstracto ajedrez como la mano / que las rige (...)”.
La incertidumbre que define la vida del hombre afecta todas las dimensiones de su vida. Borges precisa que ni siquiera la fe llena todos los vacíos existenciales. Siempre queda la duda. Dios mismo es, de algún modo, una mera entelequia: “(...) Quizá el destino humano / de breves dichas y de largas penas / es instrumento de otro. Lo ignoramos; / darle nombre de Dios no nos ayuda.” Y no nos ayuda, porque nada evita la constatación cotidiana de la única certeza absoluta: la muerte. Todos los hombres mueren, con fe o sin ella, por ella o a pesar de ella. El único componente humano, esencial e irrenunciable es este: la conciencia de la propia finitud. Rezar o quejarse nada resuelven: “Vanos son el temor, la duda / y la trunca plegaria que iniciamos”.
Tanto la novela de Noriega, como el poema de Borges, repiten una sola pregunta, la más grave de todas las dudas humanas, la pregunta por la condición humana, formulada de infinitas maneras desde que existe la conciencia sobre el mundo: “¿Qué arco habrá arrojado esta saeta / que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?”. Por supuesto, la honradez intelectual de esta novela le impide proponer soluciones fáciles. Parte de la labor de las buenas novelas consiste en mostrar la complejidad del mundo. Esa meta de la ética novelesca es superior a cualquier pretensión moralizante y reduccionista de la realidad. En esa medida, esta novela es un relato necesario y por eso merece ser leída.

Los narradores: entre la descripción y la disección

Cuando el médico legista disecciona un cadáver en la morgue de la policía, pretende descubrir el motivo de la muerte y, detrás de ella, a un responsable. Cuando el narrador de una novela describe el espacio donde se desarrollan las acciones, intenta sumergir al lector en el ambiente del mundo ficticio, para convertirlo en su cómplice. Mientras el médico forense persigue a los culpables del delito, el narrador novelesco procura compinches para su causa: el primero busca la verdad y la justicia; el segundo, la verosimilitud y la complicidad. En esta historia, el médico que disecciona cadáveres tiene una correspondencia exacta con el narrador que describe la ciudad: uno es reflejo del otro.
En este juego de correspondencias, se alternan dos narradores: uno protagonista y otro omnisciente. Arturo, el personaje central de la novela, encuentra el origen de la muerte en los órganos putrefactos de los cadáveres que corta y desarma. Gracias a sus minuciosos análisis, el lector comparte sus especulaciones sobre la hora del crimen, el arma homicida y los motivos de los asesinatos. Junto a las conjeturas de Arturo, se encuentran los juicios y descripciones del narrador omnisciente, cuya visión de la ciudad está cargada de ironía y desenfado. Detrás de esas descripciones, subyace una explicación historicista a la aparente decadencia moral que atraviesa la ciudad.

El escenario: una ciudad en movimiento centrífugo

Las descripciones del narrador omnisciente refieren la transición violenta que sufrió Quito a finales del siglo XX. La aldea andina, de unos cuanto miles de habitantes, se convirtió en pocos años en una ciudad de millones, repleta de forasteros. Junto a la expansión geográfica de la urbe, parece haber crecido la decadencia moral, como si la fuga del centro provocara el abandono de ciertos principios de convivencia comunitaria. Se trata de un espacio compacto, que se va disolviendo. Esa pérdida de cohesión geográfica va acompañada de una pérdida de cohesión social. En una aldea, todos se conocen y están vinculados por lazos de parentesco, que obligan a cumplir convenciones sociales más allá de las leyes. En una ciudad grande, ni los lazos de familia ni las leyes parecen ser suficientes para mantener un espíritu de cuerpo.
Además del movimiento centrífugo de la expansión urbanística, están las referencias precisas a lugares emblemáticos de la ciudad, cuyos complejos significados sólo pueden comprender a plenitud quienes viven en Quito o conocen bien su historia. Esta relación geográfica también es centrífuga en la medida en que se aleja de las tendencias literarias dominantes del mercado editorial, que muchas veces anulan o niegan el valor simbólico de lo local, con el pretexto de buscar referentes presuntamente universales. Desde esta perspectiva, la novela de Noriega es también excéntrica, en relación con ciertos discursos literarios que pretenden crear cánones en torno a ciertas ideas estéticas excluyentes.

Los personajes: en torno al desencuentro

Los personajes de esta novela se definen en gran medida por sus relaciones de pareja. Por un lado están aquellos que gozan de relaciones plenas y saludables; y por otro, quienes padecen de horrenda soledad o viven en ambientes familiares disfuncionales. Todos ellos, sin embargo, fracasan tarde o temprano en su intento por consumar una relación estable, sea porque su enamoramiento o matrimonio acaban por sus propias deficiencias afectivas o porque una agente externo interrumpe abruptamente su evolución, generalmente, la muerte o la enfermedad. El lector debe poner atención a estas relaciones, si quiere entender la importancia de todos los personajes dentro de la maquinaria novelesca, aun de aquellos aparentemente marginales respecto de las acciones principales.
Cada personaje responde además a sus propios intereses y características. Frente al apático bibliotecario Osorio, se halla la constante madre de familia Hortensia; frente a la tenacidad y solidaridad del taxista Campos, se encuentra la negligencia de la estudiante de medicina María Augusta Chiriboga; frente al compromiso profesional que Arturo lleva hasta el límite, el lector observa la falta de ética y responsabilidad del migrante Wilfrido Arenas; el amor furtivo de Jorge, el hermano homosexual de Arturo, guarda ciertas similitudes con la relación de Eulalia y Gonzalo. Estos y otros juegos de oposiciones y complementariedades pueden motivar valiosas interpretaciones sobre los sentidos implicados en esta novela.

El tiempo: con el pulso fragmentado

Los acontecimientos de esta novela aparecen de forma desordenada. La aparente desconexión entre los hechos, lejos de confundir o despistar al lector, lo seduce. Sobre la mesa de disección de la morgue, la vida independiente de cada uno de los personajes confluye con todas las otras. Los hechos, personajes y espacios se presentan separados unos de otros y poseen un solo centro: la morgue de la policía. De que nada se sabe es en efecto la disección de una pequeña parte de la ciudad. Así como en el cuerpo humano, órganos alejados como el hígado y el corazón responden a una relación de interdependencia, en la novela, personajes distantes como Arturo y Wilfrido terminan encontrándose en el umbral de la muerte.
Las continuas pausas que detienen la secuencia de los hechos permiten el funcionamiento del suspenso. Unos son los eventos que presenta y juzga el narrador omnisciente, otros los que cuenta y valora el médico legista; ninguno termina de conectarse sino hasta el final de la trama. No obstante, la manipulación del tiempo no es complicada, dado que los hechos van encajando unos con otros con mucha claridad. Si bien el motivo de la búsqueda del criminal recuerda el pulso que conduce las novelas policiales, no existen saltos hacia atrás (analepsis) o hacia adelante (prolepsis) que exijan del lector una especial atención o la formulación de complicadas especulaciones.

Algunos apuntes sobre el discurso

Además de los elementos del relato antes ilustrados, la novela de Noriega es muy rica en comentarios extra narrativos. En algunos pasajes, el narrador opina sobre la política ecuatoriana de forma abierta y libre, aunque no se relacionen directamente con la historia. En esos momentos, por ejemplo, el narrador menciona con nombres propios algunos protagonistas de la política nacional que le parecen oprobiosos por distintas razones: Durán Ballén, Arosemena Monroy, Bucaram, Velasco Ibarra, Febres Cordero, Rodríguez Lara...
Estos comentarios del narrador (tanto del omnisciente como del protagonista) ponen de manifiesto su relación conflictiva con Quito, la ciudad que describe. A Arturo le molesta, por ejemplo, el clima típico de una ciudad construida en medio de montañas, y en esa inestabilidad encuentra un reflejo del vacilante clima social del país: “otra farsa en esta ciudad llena de atavismos: de madrugada, frío; a media mañana, calor; luego viento; por la tarde lluvia, lluvia desconcertante, y por la noche otra vez frío.”
Las preocupaciones sociales del narrador se expresan también en un tono coloquial reforzado con palabras y expresiones propias del dialecto ecuatoriano: aguaitar, arrejuntados, yaguarcocha, montubio, bibidí... Pero no todo tiene un sabor local. De los referentes quiteños, el lector salta a otros quizá menos restringidos. No en vano el libro empieza con el fragmento de un poema de Borges, cuyo título adoptó como propio. Cada capítulo empieza con un epígrafe de ese famoso poema, insinuando al lector el motivo que guiará los acontecimientos.

martes, 22 de enero de 2008

Sobre el poema “Del Silencio” de Alejandra Pizarnik: las metáforas del sujeto escindido como topografía del exilio.







Juan José Rodríguez Santamaría

A partir del surrealismo y su deliberada ocupación de la página como escenario pictórico, la sujetalidad moderna no es ya la dominante en la lírica. Alejandra Pizarnik se sitúa en un lugar extremo de ese cuestionamiento de los trazos, de los ritmos, de los sentidos correspondientes a la modernidad. Este hecho se presenta de modo mucho más patente en su etapa última, a la que corresponde el texto Del Silencio.. Forma parte de una serie de 8 textos inéditos que la editora de su poeta completa Ana Becciu dio a la luz. En dicho texto, cuatro epígrafes son utilizados. Lewis Carrol (está todo en algún idioma que no conozco[…] alguien mató algo), Cecilia de Meirelles (Sinto o mundo chorar como lingua estrangeira), Henri Michaux (Ils jouent la pièce en étranger) fueron los autores elegidos por Pizarnik para articular el primer escenario. La poliglosia[1] manifiesta que emplea la poeta como recurso introductorio propone, aparte del juego intertextual evidente, la existencia de un sujeto cosmopolita y culto, pero radicalmente escindido y exiliado en la superposición de los múltiples lenguajes usados por la expresión poética y que, eventualmente, se identifican con ella. Así, tenemos tres nombres de autores que identifican la totalidad o el acto teatral de la vida con la enajenación y el exilio, ecuación que siempre parece –fatalmente- provocada por el lenguaje. Como si se tratara de una obra de teatro del absurdo, compuesta por tres imágenes oximorónicas del silencio, se abre la idea de un exilio montado sobre la tensión entre la vida y la lengua. Por otro lado, el homicidio expresado en el epígrafe último (que, por cierto, rompe el sentido de tríada) expresa más bien la persistencia de la tragedia. Ahora, el título Del Silencio (colocado además después de los epígrafes) demarca una relación de pertenencia, de origen. Todo lo representado en el poema, tanto el sistema de epígrafes como el poema mismo, pertenece al silencio. El texto propiamente dicho inicia así:


Esa muñeca vestida de azul es mi emisaria en el mundo.
Sus ojos son de huérfana cuando llueve en un jardín donde un pájaro lila devora lilas y un pájaro rosa devora rosas.



Pizarnik inicia la primera unidad melódica de la primera parte del texto propio (aunque sin duda admitiría algún grado de propiedad sobre los epígrafes) con la presencia de la muñeca azul como fetiche, como encarnación inerte de algún costado de sí misma. Este elemento parece haber sido extraído de ciertos cuadros cometidos por el aduanero Henri Rousseau, donde la realidad opresiva pareciera suspenderse: La Gitana Dormida. Este objeto visual –la muñeca- parecería encarnar –insistemente también en otros textos de la poeta- la infancia, siempre como ámbito del primer exilio. Ese fetiche mudo, vidente (emisaria en el mundo = huérfana) se opone a un mundo serial, eufónico, melódico, aunque paradójicamente agresivo. Los códigos lógicos que nos hacen pensar el mundo como exterioridad objetiva se oponen a la dolorida subjetividad que la poeta plantea. La palabra cuando establece una relación de causalidad entre ese yo y ese mundo. No obstante, la opresiva iconografía impide la articulación plena de ambas entidades. El unidad del sujeto se vuelve problemática. Esta fractura se hace evidente cuando en el nivel fonológico se emplea el juego aliterativo lila – lilas, con palabras que tampoco son distantes a un nivel semántico, bajo la premisa de mostrar una ilusión de equilibrio; mientras, la inclusión de la palabra devora expresa el choque, la fricción de este sujeto con el mundo. La insistencia paralelística también contribuye a crear esa ilusión óptica de un mundo repetitivo, armónico. para descubrir este mundo de la devoración y la fricción (pájaro lila devora lilas […] pájaro rosa devora rosas) que se articula en el verbo devorar. La muerte es el fin último de la devoración, aunque ese proceso articule la idea de un mundo autosuficiente, donde la muñeca azul (misteriosa variante literaria del cuento popular de Caperucita Roja y velada replicación de la pintura näif) no tiene necesidad de ser:


Tengo miedo del lobo gris que se disimula en la lluvia.


En la segunda unidad melódica de la primera parte (tras marcar un silencio, atribuible a la voluntad de crear expectativa, soledad y solemnidad), la poeta revela esta iconografía del lobo gris (que se disimula en la lluvia). El miedo a la fricción aparece entonces patente, justo cuando la poeta renuncia a la muñeca fetiche para hablar con su voz propia. Esta dislocación de la voz es extraña, pero resulta lógica bajo la idea de mostrar un sujeto escindido cuyos retazos viajan a lo largo del texto. La fricción que representa la imagen del lobo, se integra a esta simulación (siendo parte de la lluvia y no ocultándose tras ella). La voz del sujeto real, carnal (no del fetiche) denuncia la profunda ficción que encarna la armonía del mundo. Aquí, además, está presente el gozo, el placer intelectual y artístico de descubrir al monstruo. Parecería, entonces, que la poeta necesita quebrar su sujeto poético para abarcar más ámbitos del conocimiento estético. Todo en un escenario cromáticamente intenso. Azul, rosa, gris: no podríamos imaginar una colorística menos monótona. Esta pluralidad de colores contribuye a mostrar la estridencia del mundo comunicado. Así como en la pintura de Henri Matisse, los colores se privilegian al dibujo y, en virtud de ello, parecen estar en constante fricción y devoración.


Lo que se ve, lo que se va, es indecible
Las palabras cierran todas las puertas.


En la tercera unidad melódica de la primera parte se plantea una clausula (por su carácter aforístico) que bordea lo conceptual, luego de un escenario figurativo. Dicha clausula resulta violenta, antitética (en la composición de conjunto de la primera parte), pero necesaria bajo la voluntad expresiva de la poeta. Se trata fundamentalmente de una reflexión metalinguística. En principio, el nivel morfosintáctico se une al nivel fonológico (paralelismo y aliteración) creando la ilusión sonora y óptica de que ver e ir son el mismo verbo. La presencia y la ausencia (que es la presencia desactivada) no pueden representarse, y la poeta busca mostrar su proximidad conceptual, mediante el sonido. Este intento de armonizar los contrarios se resiste también a cuajar (lo que se ve y lo que se va no son lo mismo, como no son lo mismo un libro de historia y un libro coyuntural). De ese modo, el sujeto poético vacila en su lectura del mundo y parecería al borde de la fractura. No obstante, el elemento que expresa de modo más radical el exilio es la idea de lo indecible, que se atribuye a las visiones presentes (lo que se ve) y pasadas (lo que se va). Se trata entonces de un espacio infranqueable el que existe entre palabra y realidad. Así, el sujeto no sólo dubita en su modo de entender el conocimiento poético, sino que además refier lo inútil y autofágico de las palabras. En ese contexto, ninguna imagen del poema representaría costado alguno de la realidad, pues las puertas de ésta son infranqueables. La poeta nos propone que todas las imágenes vistas en el poema no son sino escarceos en el silencio, murmurados desde disntintos pedazos de un sujeto escindido.

Recuerdo el tiempo de los álamos queridos.
El arcaísmo de mi drama determinó, en mi criatura compartida, una cámara letal.
Yo era lo imposible y también el desgarramiento por lo imposible.



En la cuarta unidad melódica de la primera parte, se regresa al escenario figurativo mediante una remembranza bucólica por una especie de Arcadia personal, de Última inocencia (álamos queridos, el arcaísmo de mi drama). Este lugar estaría situado incluso más allá de la infancia, en un espacio donde la armonía del mundo favorecía la unidad del sujeto. Además, se aprecia la torsión causal que la poeta establece entre ese mundo bucólico recordado y el tiempo actual representado en su otredad (criatura compartida) dotada de una cámara letal[2]. Vemos aquí un sujeto partido en su temporalidad, como también en su identidad corporal. Ha de notarse aquí el uso del pronombre en antes de mi criatura compartida lo que supone que esta cámara está al interior de la criatura, que no es otra que la muñeca. La fricción del sujeto se ha mudado desde el exterior inofensivo (pájaro lila devora que lilas), al exterior amenazante (lobo disimulado), para alcanzar finalmente el interior del fetiche (cámara letal). Así, como punto límite, como último mecanismo de expresión ante lo plásticamente inexpresable, la poeta recurre otra vez a la conceptualidad (yo era lo imposible pero también el desgarramiento por lo imposible), mediante un uso aforístico del lenguaje. No ser y conciencia escrita del no ser es el péndulo sobre el que denuncia haberse balanceado Pizarnik. Ese inocente no ser de la Arcadia para-infantil, se opone a la conciencia escrita del no ser, a su poesía escrita en una lengua extranjera a los territorios del mundo.


Oh el color infernal de mis pasiones.
Sin embargo, quedé cautiva de la antigua ternura.



La quinta unidad melódica de la primera parte inicia con una exclamación que busca situar la voz en un plano todavía más alto, a la manera de un tono agudo. Pasión, color, infierno son palabras que pareciera establecer un punto donde cualquier simetría o balance del sujeto parecieran simplemente desbaratarse. Así, la palabra pasión recoge en su seno todo el trayecto de tensiones que la poeta ha expuesto, en el modo en que la palabra color recoge todos los colores en fricción (el infierno es rojo Dante, pero azul en el invierno infernal “del crujir de dientes “). Como en Matisse, hay colores, hay emociones que parecieran tragarse mutuamente. Hablamos sin duda de un carnaval oscuro, de un mundo oscuro. A ese mundo (que es la realidad y la conciencia escrita del no ser), Pizarnik prefiere la cautividad de la antigua ternura, de la Arcadia constituida por una realidad paralela y puramente virtual, como las pinturas de Henri Rousseau.


No hay quien pinte con colores verdes.
Todo es anaranjado.
Si soy algo soy violencia.


La primera unidad melódica de la segunda parte niega la floración (no hay quien pinte con colores verdes) mediante la refutación del color verde. Se adhiere al anaranjado, color secundario, compuesto de dos colores básicos: amarillo y rojo. El amarillo ha sido asociado en general a los girasoles de Van Gogh y a la tendencia de los enajenados mentales de mirar directamente la luz solar. Por otra parte, el rojo tiene más bien vínculos con la sangre, con la visceralidad, con las reses abiertas (carcass) en los lienzos de pintores expresionistas como Chaïm Soutine y, claro, artistas flamencos anteriores como Rembrant. La mezcla de ambos colores (amarillo y rojo) es imposible, pues aunque la poeta efectúa virtualmente la mixtura, ella sabe que el proceso de combinación (mismo que, por el trafondo simbólico de los colores sólo podría ser alquímico y herético) es imposible desde la lógica moderna. Por ello se construye un escenario del sujeto en fricción, hecho corroborado cuando Pizarnik dice: si soy algo soy violencia. La articulación iconográfica a empellones escriturales pareciera enfrentarse a su propio quebrantamiento. El ejercicio aliterativo (fonológico) que despliega el verbo ser cuando la poeta lo conjuga y la morfosintaxis que emula un espejo insiste en la fuerte tensión espiritual que el texto transmite.


Los colores rayan el silencio y crean animales deteriorados. Luego alguien intentará escribir un poema. Y será mediante las formas, los colores, el desamor, la lucidez (no continuo porque no quiero asustar a los niños).


En la segunda unidad melódica de la segunda parte no hay un corte por espacio en blanco, sino por el súbito cambio de extensión en los versos: de versos breves a un párrafo de poesía en prosa. La poeta se propone una voz de más volumen que emplee ese abanico crómatico, capaz de rayar la capa del silencio (la otredad, la inexistencia) y producir esos animales deteriorados, que no son sino imágenes de la fricción y la fractura del sujeto. Además debemos entender que esos mutantes, esas mixturas, esos tumores son el excedente final de un sujeto diseminado. Del choque, de la fricción entre la muñeca muda (breve sucursal de la fricción /cámara letal) que intenta expulsar a estos animales, y la realidad desde la que habla Pizarnik, nace la intención de escribir el poema. Así, la autora sitúa su escritura en el punto de fricción entre forma y color (pensemos la pugna entre dibujantes y coloristas), entre desamor (negro) y lucidez (blanco amarillento). Finalmente, la expresión no asustar a los niños es además de la certeza asumida de no poder nombrar lo inexistente, la convicción de no deber hacerlo por cuanto tal fricción puede romper toda ficción social. Como resultado de ese choque asistimos otra vez a la imagen de un yo fraccionado, que ha decurrido por un proceso simultáneo de viaje y desarticulación, desde la conciencia de la realidad (lila, lilas), pasando por su agresión animal (lobo) y penetración en la muñeca-fetiche-otredad creada (cámara), hasta su expulsión por roce y fricción.


El poema es espacio y hiere.
No soy como mi muñeca, que sólo se nutre de leche de pájaro.



La primera y única unidad melódica de la tercera parte expresa la consumación de la dicotomía Alejandra-muñeca / Alejandra-persona-poeta. No obstante esto no entraña una reconciliación con el mundo, pues el poema inexistente ha ocupado todo (el poema es espacio y hiere), y ya no hay a la vista ninguna puerta imposible de ser abierta y tampoco agobiada por el deseo de su apertura. El poema es el gran espacio que, si bien no pudo entrar a la realidad, si permite el ingreso de ella. La realidad dislocada, el carnaval oscuro ha ocupado todo el espacio existente, menos el sueño. Allí la muñeca fetiche (ahora honrada con la pureza de la leche de un pájaro) ha sido devuelta a la Arcadia donde la poeta sabe que todo es posible, excepto la existencia carnal y viva. Por eso, la poeta deberá situarse nuevamente en ese lugar inicial de fricción, a partir del cual se activa el movimiento de fuga.


Habría que, finalmente, señalar algunos detalles relacionados al uso que hace Alejandra Pizarnik de la línea poética en este texto. Los poetas de Black Mountain[3] (herederos de Pound en tantos aspectos) creían que el corte versal tenía mucho que ver con el cambio de línea en la máquina de escribir y con la respiración. Si tal hipótesis es cierta, al menos para la poesía contemporánea, debemos destacar que la frecuencia respiratoria está vinculada al latido del corazón, a la armonía de la corporalidad. También cabe señalar que el cambio de línea mediado por la máquina está relacionado con la tecnología como extensión del cuerpo. Así, el uso que hace la autora de la línea poética (intercalando versos muy breves, otros largos y otros que coquetean con la prosa) es, aparte de una expresión sugerente de los vínculos de la poesía con el mundo contemporáneo, una puesta morfosintáctica en escena de una sujetalidad en crisis, escindida, quebrada. Este fenómeno se suele expresar en el poema mediante una especie de desdoblamiento, de exilio, de ardua fetichización. Curiosamente, no es rara, ya desde autores como Keats, la imagen del exilio, a la vez ontológico y social, representada mediante un hombre (más o menos ascético, más o menos bohemio), que ha decidido consagrarse al acto solitario de la escritura. Lo que ocurre con Pizarnik y este poema, es que se sitúa en una zona de fricción entre la palabra, la realidad y el individuo.

Esta fricción (que yo identico con el choque entre el yo, el mundo y la palabra) se expresa además en la falta de ubicación, tanto de la realidad como del individuo. El resultado es una mezcla de códigos, consistente en el hecho de que al mostrar una iconografía del yo fracturado y mudable, se expresa no sólo la variabilidad y fractura del mundo, sino incluso la necedad caótica de la palabra: todo mediante la contaminación de los respectivos códigos conceptuales y visuales. No obstante, este procedimiento de intercambio semántico y melódico entre el yo, el mundo y la palabra, tampoco supone una ecuanimidad compositiva clásica[4]. Este fenómeno se hace patente en los cambios abruptos que se operan en el uso de de las personas gramaticales (del yo al eso) y sobre todo en los cortes violentos de la secuencia iconográfica (aquí deberíamos pensar las imágenes de Pizarnik como sucesivos lienzos), misma que, en cierta línea, expresa un fuerte trazo figurativo, una marcada convicción de lo material y, de pronto, gira hacia austeros -pero dolorosos- paisajes conceptuales y metapoéticos. Por esa razón, el poema pareciera estar en una tensión muy marcada, poniendo de manifiesto un exilio icónico (análogo al que usan los relatos de aventuras, sólo que en lugar de personajes tenemos personas gramaticales y, en lugar de viajes cuya narración guarda algún contrato de veredicción, tenemos un cambio de escenario mediante un transporte cuya naturaleza no es poco enigmática). El sujeto encarnado en palabras está disperso en el texto y, si queremos ver una dinámica en el poema, pensaremos que el exilio de la poeta es de rápidos movimientos y breves residencias, a lo largo del conjunto del poema-mundo-yo. Ahora que, Pizarnik evidencia casi siempre la voluntad de volver al lugar anterior a la fricción, (aunque ya cargada con el cansancio de la viajera) al único lugar donde la escritura es todavía mera posibilidad: el silencio.





[1] De al menos tres idiomas, aunque Pizarnik traduzca los epígrafes del inglés.
[2] No debemos despreciar los posibles vínculos de la iconografía usada para presentar el holocausto judío y este uso que hace una argentina, de origen judío ruso.
[3] Black Mountain fue una escuela libre de humanidades en torno a la cual trabajaron poetas como Robert Creeley y Robert Duncan, así como artistas de la importancia de John Cage. Entre sus principios –que no dogmas- estaban el uso del espacio en blanco y del cambio de línea en la máquina de escribir,.
[4] Esto se puede pensar de la siguiente manera. Pizarnik, como los pintores expresionistas y surrealistas, participa del exceso y la dislocación de la lógica occidental. La visión renacentista o hasta decimonónica se plantería siempre una cierta unidad compositiva, un cierto sentido del equilibrio y una cierta actitud objetivista ante el mundo a representarse.

domingo, 13 de enero de 2008



Fallece Ángel González 12-11-2008


por Juan José Rodríguez Santamaría






El autor de Áspero mundo, el admirable poeta español Ángel González (1925-2007), escribió un poema que yo recordaba con insistencia, casi como un sello heráldico de la manera en que percibo la vida. Ángel González falleció ayer. Sólo quería revisitar ese poema y lo he copiado a continuación:




PARA QUE YO ME LLAME ÁNGEL GONZÁLEZ

Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí, tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste a su ruina,
que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio.
El éxito de todos los fracasos.
La enloquecida fuerza del desaliento...