martes, 22 de enero de 2008

Sobre el poema “Del Silencio” de Alejandra Pizarnik: las metáforas del sujeto escindido como topografía del exilio.







Juan José Rodríguez Santamaría

A partir del surrealismo y su deliberada ocupación de la página como escenario pictórico, la sujetalidad moderna no es ya la dominante en la lírica. Alejandra Pizarnik se sitúa en un lugar extremo de ese cuestionamiento de los trazos, de los ritmos, de los sentidos correspondientes a la modernidad. Este hecho se presenta de modo mucho más patente en su etapa última, a la que corresponde el texto Del Silencio.. Forma parte de una serie de 8 textos inéditos que la editora de su poeta completa Ana Becciu dio a la luz. En dicho texto, cuatro epígrafes son utilizados. Lewis Carrol (está todo en algún idioma que no conozco[…] alguien mató algo), Cecilia de Meirelles (Sinto o mundo chorar como lingua estrangeira), Henri Michaux (Ils jouent la pièce en étranger) fueron los autores elegidos por Pizarnik para articular el primer escenario. La poliglosia[1] manifiesta que emplea la poeta como recurso introductorio propone, aparte del juego intertextual evidente, la existencia de un sujeto cosmopolita y culto, pero radicalmente escindido y exiliado en la superposición de los múltiples lenguajes usados por la expresión poética y que, eventualmente, se identifican con ella. Así, tenemos tres nombres de autores que identifican la totalidad o el acto teatral de la vida con la enajenación y el exilio, ecuación que siempre parece –fatalmente- provocada por el lenguaje. Como si se tratara de una obra de teatro del absurdo, compuesta por tres imágenes oximorónicas del silencio, se abre la idea de un exilio montado sobre la tensión entre la vida y la lengua. Por otro lado, el homicidio expresado en el epígrafe último (que, por cierto, rompe el sentido de tríada) expresa más bien la persistencia de la tragedia. Ahora, el título Del Silencio (colocado además después de los epígrafes) demarca una relación de pertenencia, de origen. Todo lo representado en el poema, tanto el sistema de epígrafes como el poema mismo, pertenece al silencio. El texto propiamente dicho inicia así:


Esa muñeca vestida de azul es mi emisaria en el mundo.
Sus ojos son de huérfana cuando llueve en un jardín donde un pájaro lila devora lilas y un pájaro rosa devora rosas.



Pizarnik inicia la primera unidad melódica de la primera parte del texto propio (aunque sin duda admitiría algún grado de propiedad sobre los epígrafes) con la presencia de la muñeca azul como fetiche, como encarnación inerte de algún costado de sí misma. Este elemento parece haber sido extraído de ciertos cuadros cometidos por el aduanero Henri Rousseau, donde la realidad opresiva pareciera suspenderse: La Gitana Dormida. Este objeto visual –la muñeca- parecería encarnar –insistemente también en otros textos de la poeta- la infancia, siempre como ámbito del primer exilio. Ese fetiche mudo, vidente (emisaria en el mundo = huérfana) se opone a un mundo serial, eufónico, melódico, aunque paradójicamente agresivo. Los códigos lógicos que nos hacen pensar el mundo como exterioridad objetiva se oponen a la dolorida subjetividad que la poeta plantea. La palabra cuando establece una relación de causalidad entre ese yo y ese mundo. No obstante, la opresiva iconografía impide la articulación plena de ambas entidades. El unidad del sujeto se vuelve problemática. Esta fractura se hace evidente cuando en el nivel fonológico se emplea el juego aliterativo lila – lilas, con palabras que tampoco son distantes a un nivel semántico, bajo la premisa de mostrar una ilusión de equilibrio; mientras, la inclusión de la palabra devora expresa el choque, la fricción de este sujeto con el mundo. La insistencia paralelística también contribuye a crear esa ilusión óptica de un mundo repetitivo, armónico. para descubrir este mundo de la devoración y la fricción (pájaro lila devora lilas […] pájaro rosa devora rosas) que se articula en el verbo devorar. La muerte es el fin último de la devoración, aunque ese proceso articule la idea de un mundo autosuficiente, donde la muñeca azul (misteriosa variante literaria del cuento popular de Caperucita Roja y velada replicación de la pintura näif) no tiene necesidad de ser:


Tengo miedo del lobo gris que se disimula en la lluvia.


En la segunda unidad melódica de la primera parte (tras marcar un silencio, atribuible a la voluntad de crear expectativa, soledad y solemnidad), la poeta revela esta iconografía del lobo gris (que se disimula en la lluvia). El miedo a la fricción aparece entonces patente, justo cuando la poeta renuncia a la muñeca fetiche para hablar con su voz propia. Esta dislocación de la voz es extraña, pero resulta lógica bajo la idea de mostrar un sujeto escindido cuyos retazos viajan a lo largo del texto. La fricción que representa la imagen del lobo, se integra a esta simulación (siendo parte de la lluvia y no ocultándose tras ella). La voz del sujeto real, carnal (no del fetiche) denuncia la profunda ficción que encarna la armonía del mundo. Aquí, además, está presente el gozo, el placer intelectual y artístico de descubrir al monstruo. Parecería, entonces, que la poeta necesita quebrar su sujeto poético para abarcar más ámbitos del conocimiento estético. Todo en un escenario cromáticamente intenso. Azul, rosa, gris: no podríamos imaginar una colorística menos monótona. Esta pluralidad de colores contribuye a mostrar la estridencia del mundo comunicado. Así como en la pintura de Henri Matisse, los colores se privilegian al dibujo y, en virtud de ello, parecen estar en constante fricción y devoración.


Lo que se ve, lo que se va, es indecible
Las palabras cierran todas las puertas.


En la tercera unidad melódica de la primera parte se plantea una clausula (por su carácter aforístico) que bordea lo conceptual, luego de un escenario figurativo. Dicha clausula resulta violenta, antitética (en la composición de conjunto de la primera parte), pero necesaria bajo la voluntad expresiva de la poeta. Se trata fundamentalmente de una reflexión metalinguística. En principio, el nivel morfosintáctico se une al nivel fonológico (paralelismo y aliteración) creando la ilusión sonora y óptica de que ver e ir son el mismo verbo. La presencia y la ausencia (que es la presencia desactivada) no pueden representarse, y la poeta busca mostrar su proximidad conceptual, mediante el sonido. Este intento de armonizar los contrarios se resiste también a cuajar (lo que se ve y lo que se va no son lo mismo, como no son lo mismo un libro de historia y un libro coyuntural). De ese modo, el sujeto poético vacila en su lectura del mundo y parecería al borde de la fractura. No obstante, el elemento que expresa de modo más radical el exilio es la idea de lo indecible, que se atribuye a las visiones presentes (lo que se ve) y pasadas (lo que se va). Se trata entonces de un espacio infranqueable el que existe entre palabra y realidad. Así, el sujeto no sólo dubita en su modo de entender el conocimiento poético, sino que además refier lo inútil y autofágico de las palabras. En ese contexto, ninguna imagen del poema representaría costado alguno de la realidad, pues las puertas de ésta son infranqueables. La poeta nos propone que todas las imágenes vistas en el poema no son sino escarceos en el silencio, murmurados desde disntintos pedazos de un sujeto escindido.

Recuerdo el tiempo de los álamos queridos.
El arcaísmo de mi drama determinó, en mi criatura compartida, una cámara letal.
Yo era lo imposible y también el desgarramiento por lo imposible.



En la cuarta unidad melódica de la primera parte, se regresa al escenario figurativo mediante una remembranza bucólica por una especie de Arcadia personal, de Última inocencia (álamos queridos, el arcaísmo de mi drama). Este lugar estaría situado incluso más allá de la infancia, en un espacio donde la armonía del mundo favorecía la unidad del sujeto. Además, se aprecia la torsión causal que la poeta establece entre ese mundo bucólico recordado y el tiempo actual representado en su otredad (criatura compartida) dotada de una cámara letal[2]. Vemos aquí un sujeto partido en su temporalidad, como también en su identidad corporal. Ha de notarse aquí el uso del pronombre en antes de mi criatura compartida lo que supone que esta cámara está al interior de la criatura, que no es otra que la muñeca. La fricción del sujeto se ha mudado desde el exterior inofensivo (pájaro lila devora que lilas), al exterior amenazante (lobo disimulado), para alcanzar finalmente el interior del fetiche (cámara letal). Así, como punto límite, como último mecanismo de expresión ante lo plásticamente inexpresable, la poeta recurre otra vez a la conceptualidad (yo era lo imposible pero también el desgarramiento por lo imposible), mediante un uso aforístico del lenguaje. No ser y conciencia escrita del no ser es el péndulo sobre el que denuncia haberse balanceado Pizarnik. Ese inocente no ser de la Arcadia para-infantil, se opone a la conciencia escrita del no ser, a su poesía escrita en una lengua extranjera a los territorios del mundo.


Oh el color infernal de mis pasiones.
Sin embargo, quedé cautiva de la antigua ternura.



La quinta unidad melódica de la primera parte inicia con una exclamación que busca situar la voz en un plano todavía más alto, a la manera de un tono agudo. Pasión, color, infierno son palabras que pareciera establecer un punto donde cualquier simetría o balance del sujeto parecieran simplemente desbaratarse. Así, la palabra pasión recoge en su seno todo el trayecto de tensiones que la poeta ha expuesto, en el modo en que la palabra color recoge todos los colores en fricción (el infierno es rojo Dante, pero azul en el invierno infernal “del crujir de dientes “). Como en Matisse, hay colores, hay emociones que parecieran tragarse mutuamente. Hablamos sin duda de un carnaval oscuro, de un mundo oscuro. A ese mundo (que es la realidad y la conciencia escrita del no ser), Pizarnik prefiere la cautividad de la antigua ternura, de la Arcadia constituida por una realidad paralela y puramente virtual, como las pinturas de Henri Rousseau.


No hay quien pinte con colores verdes.
Todo es anaranjado.
Si soy algo soy violencia.


La primera unidad melódica de la segunda parte niega la floración (no hay quien pinte con colores verdes) mediante la refutación del color verde. Se adhiere al anaranjado, color secundario, compuesto de dos colores básicos: amarillo y rojo. El amarillo ha sido asociado en general a los girasoles de Van Gogh y a la tendencia de los enajenados mentales de mirar directamente la luz solar. Por otra parte, el rojo tiene más bien vínculos con la sangre, con la visceralidad, con las reses abiertas (carcass) en los lienzos de pintores expresionistas como Chaïm Soutine y, claro, artistas flamencos anteriores como Rembrant. La mezcla de ambos colores (amarillo y rojo) es imposible, pues aunque la poeta efectúa virtualmente la mixtura, ella sabe que el proceso de combinación (mismo que, por el trafondo simbólico de los colores sólo podría ser alquímico y herético) es imposible desde la lógica moderna. Por ello se construye un escenario del sujeto en fricción, hecho corroborado cuando Pizarnik dice: si soy algo soy violencia. La articulación iconográfica a empellones escriturales pareciera enfrentarse a su propio quebrantamiento. El ejercicio aliterativo (fonológico) que despliega el verbo ser cuando la poeta lo conjuga y la morfosintaxis que emula un espejo insiste en la fuerte tensión espiritual que el texto transmite.


Los colores rayan el silencio y crean animales deteriorados. Luego alguien intentará escribir un poema. Y será mediante las formas, los colores, el desamor, la lucidez (no continuo porque no quiero asustar a los niños).


En la segunda unidad melódica de la segunda parte no hay un corte por espacio en blanco, sino por el súbito cambio de extensión en los versos: de versos breves a un párrafo de poesía en prosa. La poeta se propone una voz de más volumen que emplee ese abanico crómatico, capaz de rayar la capa del silencio (la otredad, la inexistencia) y producir esos animales deteriorados, que no son sino imágenes de la fricción y la fractura del sujeto. Además debemos entender que esos mutantes, esas mixturas, esos tumores son el excedente final de un sujeto diseminado. Del choque, de la fricción entre la muñeca muda (breve sucursal de la fricción /cámara letal) que intenta expulsar a estos animales, y la realidad desde la que habla Pizarnik, nace la intención de escribir el poema. Así, la autora sitúa su escritura en el punto de fricción entre forma y color (pensemos la pugna entre dibujantes y coloristas), entre desamor (negro) y lucidez (blanco amarillento). Finalmente, la expresión no asustar a los niños es además de la certeza asumida de no poder nombrar lo inexistente, la convicción de no deber hacerlo por cuanto tal fricción puede romper toda ficción social. Como resultado de ese choque asistimos otra vez a la imagen de un yo fraccionado, que ha decurrido por un proceso simultáneo de viaje y desarticulación, desde la conciencia de la realidad (lila, lilas), pasando por su agresión animal (lobo) y penetración en la muñeca-fetiche-otredad creada (cámara), hasta su expulsión por roce y fricción.


El poema es espacio y hiere.
No soy como mi muñeca, que sólo se nutre de leche de pájaro.



La primera y única unidad melódica de la tercera parte expresa la consumación de la dicotomía Alejandra-muñeca / Alejandra-persona-poeta. No obstante esto no entraña una reconciliación con el mundo, pues el poema inexistente ha ocupado todo (el poema es espacio y hiere), y ya no hay a la vista ninguna puerta imposible de ser abierta y tampoco agobiada por el deseo de su apertura. El poema es el gran espacio que, si bien no pudo entrar a la realidad, si permite el ingreso de ella. La realidad dislocada, el carnaval oscuro ha ocupado todo el espacio existente, menos el sueño. Allí la muñeca fetiche (ahora honrada con la pureza de la leche de un pájaro) ha sido devuelta a la Arcadia donde la poeta sabe que todo es posible, excepto la existencia carnal y viva. Por eso, la poeta deberá situarse nuevamente en ese lugar inicial de fricción, a partir del cual se activa el movimiento de fuga.


Habría que, finalmente, señalar algunos detalles relacionados al uso que hace Alejandra Pizarnik de la línea poética en este texto. Los poetas de Black Mountain[3] (herederos de Pound en tantos aspectos) creían que el corte versal tenía mucho que ver con el cambio de línea en la máquina de escribir y con la respiración. Si tal hipótesis es cierta, al menos para la poesía contemporánea, debemos destacar que la frecuencia respiratoria está vinculada al latido del corazón, a la armonía de la corporalidad. También cabe señalar que el cambio de línea mediado por la máquina está relacionado con la tecnología como extensión del cuerpo. Así, el uso que hace la autora de la línea poética (intercalando versos muy breves, otros largos y otros que coquetean con la prosa) es, aparte de una expresión sugerente de los vínculos de la poesía con el mundo contemporáneo, una puesta morfosintáctica en escena de una sujetalidad en crisis, escindida, quebrada. Este fenómeno se suele expresar en el poema mediante una especie de desdoblamiento, de exilio, de ardua fetichización. Curiosamente, no es rara, ya desde autores como Keats, la imagen del exilio, a la vez ontológico y social, representada mediante un hombre (más o menos ascético, más o menos bohemio), que ha decidido consagrarse al acto solitario de la escritura. Lo que ocurre con Pizarnik y este poema, es que se sitúa en una zona de fricción entre la palabra, la realidad y el individuo.

Esta fricción (que yo identico con el choque entre el yo, el mundo y la palabra) se expresa además en la falta de ubicación, tanto de la realidad como del individuo. El resultado es una mezcla de códigos, consistente en el hecho de que al mostrar una iconografía del yo fracturado y mudable, se expresa no sólo la variabilidad y fractura del mundo, sino incluso la necedad caótica de la palabra: todo mediante la contaminación de los respectivos códigos conceptuales y visuales. No obstante, este procedimiento de intercambio semántico y melódico entre el yo, el mundo y la palabra, tampoco supone una ecuanimidad compositiva clásica[4]. Este fenómeno se hace patente en los cambios abruptos que se operan en el uso de de las personas gramaticales (del yo al eso) y sobre todo en los cortes violentos de la secuencia iconográfica (aquí deberíamos pensar las imágenes de Pizarnik como sucesivos lienzos), misma que, en cierta línea, expresa un fuerte trazo figurativo, una marcada convicción de lo material y, de pronto, gira hacia austeros -pero dolorosos- paisajes conceptuales y metapoéticos. Por esa razón, el poema pareciera estar en una tensión muy marcada, poniendo de manifiesto un exilio icónico (análogo al que usan los relatos de aventuras, sólo que en lugar de personajes tenemos personas gramaticales y, en lugar de viajes cuya narración guarda algún contrato de veredicción, tenemos un cambio de escenario mediante un transporte cuya naturaleza no es poco enigmática). El sujeto encarnado en palabras está disperso en el texto y, si queremos ver una dinámica en el poema, pensaremos que el exilio de la poeta es de rápidos movimientos y breves residencias, a lo largo del conjunto del poema-mundo-yo. Ahora que, Pizarnik evidencia casi siempre la voluntad de volver al lugar anterior a la fricción, (aunque ya cargada con el cansancio de la viajera) al único lugar donde la escritura es todavía mera posibilidad: el silencio.





[1] De al menos tres idiomas, aunque Pizarnik traduzca los epígrafes del inglés.
[2] No debemos despreciar los posibles vínculos de la iconografía usada para presentar el holocausto judío y este uso que hace una argentina, de origen judío ruso.
[3] Black Mountain fue una escuela libre de humanidades en torno a la cual trabajaron poetas como Robert Creeley y Robert Duncan, así como artistas de la importancia de John Cage. Entre sus principios –que no dogmas- estaban el uso del espacio en blanco y del cambio de línea en la máquina de escribir,.
[4] Esto se puede pensar de la siguiente manera. Pizarnik, como los pintores expresionistas y surrealistas, participa del exceso y la dislocación de la lógica occidental. La visión renacentista o hasta decimonónica se plantería siempre una cierta unidad compositiva, un cierto sentido del equilibrio y una cierta actitud objetivista ante el mundo a representarse.

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