viernes, 25 de enero de 2008

Para ver la nueva película ecuatoriana...

Por César Eduardo Carrión


A propósito del estreno de la película Cuando me toque a mí del director Víctor Arregui, basada en la novela De que nada se sabe de Alfredo Noriega, transcribo el prólogo y breve estudio que escribí para la edición de ese libro en la “Serie Roja” de Santillana (Quito, 2006):

Citar a un gran poeta para empezar una novela tiene sus ventajas. Algo del prestigio literario parece contagiarse, como si con el simple hecho de poner un verso famoso de epígrafe el texto entero se invistiera de autoridad frente al lector, aun sin haber empezado apenas. Si el poeta es un grande de las letras universales, esta ósmosis ocurre con mayor naturalidad; pero si además el poema mismo es muy famoso o conocido, la lectura de la novela arranca condicionada por la visión particular que el poeta expone sobre el tema. Este condicionamiento se vuelve además inevitable cuando el título de la novela toma el nombre de ese poema en cuestión. Esto es lo que ocurre con la novela De que nada se sabe, de Alfredo Noriega.
El poema de Borges, titulado también De que nada se sabe, empieza con estos versos: “La luna ignora que es tranquila y clara / y ni siquiera sabe que es la luna; la arena, que es la arena. No habrá una / cosa que sepa que su forma es rara.” Quito, la ciudad descrita y diseccionada en la novela de Noriega, ignora que su forma es rara; la ciudad nunca sabrá que es una ciudad. Pero detrás de la obviedad de que los seres inertes carecen de conciencia, se esconde una proposición muy grave: la ignorancia no es mal exclusivo de los seres inconscientes. Incluso los hombres ignoran la mayor parte de las complejidades de su propia naturaleza, pues no conocen su origen primero y el sentido final de su existencia, como asegura el poema de Borges: “Las piezas de marfil son tan ajenas / al abstracto ajedrez como la mano / que las rige (...)”.
La incertidumbre que define la vida del hombre afecta todas las dimensiones de su vida. Borges precisa que ni siquiera la fe llena todos los vacíos existenciales. Siempre queda la duda. Dios mismo es, de algún modo, una mera entelequia: “(...) Quizá el destino humano / de breves dichas y de largas penas / es instrumento de otro. Lo ignoramos; / darle nombre de Dios no nos ayuda.” Y no nos ayuda, porque nada evita la constatación cotidiana de la única certeza absoluta: la muerte. Todos los hombres mueren, con fe o sin ella, por ella o a pesar de ella. El único componente humano, esencial e irrenunciable es este: la conciencia de la propia finitud. Rezar o quejarse nada resuelven: “Vanos son el temor, la duda / y la trunca plegaria que iniciamos”.
Tanto la novela de Noriega, como el poema de Borges, repiten una sola pregunta, la más grave de todas las dudas humanas, la pregunta por la condición humana, formulada de infinitas maneras desde que existe la conciencia sobre el mundo: “¿Qué arco habrá arrojado esta saeta / que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?”. Por supuesto, la honradez intelectual de esta novela le impide proponer soluciones fáciles. Parte de la labor de las buenas novelas consiste en mostrar la complejidad del mundo. Esa meta de la ética novelesca es superior a cualquier pretensión moralizante y reduccionista de la realidad. En esa medida, esta novela es un relato necesario y por eso merece ser leída.

Los narradores: entre la descripción y la disección

Cuando el médico legista disecciona un cadáver en la morgue de la policía, pretende descubrir el motivo de la muerte y, detrás de ella, a un responsable. Cuando el narrador de una novela describe el espacio donde se desarrollan las acciones, intenta sumergir al lector en el ambiente del mundo ficticio, para convertirlo en su cómplice. Mientras el médico forense persigue a los culpables del delito, el narrador novelesco procura compinches para su causa: el primero busca la verdad y la justicia; el segundo, la verosimilitud y la complicidad. En esta historia, el médico que disecciona cadáveres tiene una correspondencia exacta con el narrador que describe la ciudad: uno es reflejo del otro.
En este juego de correspondencias, se alternan dos narradores: uno protagonista y otro omnisciente. Arturo, el personaje central de la novela, encuentra el origen de la muerte en los órganos putrefactos de los cadáveres que corta y desarma. Gracias a sus minuciosos análisis, el lector comparte sus especulaciones sobre la hora del crimen, el arma homicida y los motivos de los asesinatos. Junto a las conjeturas de Arturo, se encuentran los juicios y descripciones del narrador omnisciente, cuya visión de la ciudad está cargada de ironía y desenfado. Detrás de esas descripciones, subyace una explicación historicista a la aparente decadencia moral que atraviesa la ciudad.

El escenario: una ciudad en movimiento centrífugo

Las descripciones del narrador omnisciente refieren la transición violenta que sufrió Quito a finales del siglo XX. La aldea andina, de unos cuanto miles de habitantes, se convirtió en pocos años en una ciudad de millones, repleta de forasteros. Junto a la expansión geográfica de la urbe, parece haber crecido la decadencia moral, como si la fuga del centro provocara el abandono de ciertos principios de convivencia comunitaria. Se trata de un espacio compacto, que se va disolviendo. Esa pérdida de cohesión geográfica va acompañada de una pérdida de cohesión social. En una aldea, todos se conocen y están vinculados por lazos de parentesco, que obligan a cumplir convenciones sociales más allá de las leyes. En una ciudad grande, ni los lazos de familia ni las leyes parecen ser suficientes para mantener un espíritu de cuerpo.
Además del movimiento centrífugo de la expansión urbanística, están las referencias precisas a lugares emblemáticos de la ciudad, cuyos complejos significados sólo pueden comprender a plenitud quienes viven en Quito o conocen bien su historia. Esta relación geográfica también es centrífuga en la medida en que se aleja de las tendencias literarias dominantes del mercado editorial, que muchas veces anulan o niegan el valor simbólico de lo local, con el pretexto de buscar referentes presuntamente universales. Desde esta perspectiva, la novela de Noriega es también excéntrica, en relación con ciertos discursos literarios que pretenden crear cánones en torno a ciertas ideas estéticas excluyentes.

Los personajes: en torno al desencuentro

Los personajes de esta novela se definen en gran medida por sus relaciones de pareja. Por un lado están aquellos que gozan de relaciones plenas y saludables; y por otro, quienes padecen de horrenda soledad o viven en ambientes familiares disfuncionales. Todos ellos, sin embargo, fracasan tarde o temprano en su intento por consumar una relación estable, sea porque su enamoramiento o matrimonio acaban por sus propias deficiencias afectivas o porque una agente externo interrumpe abruptamente su evolución, generalmente, la muerte o la enfermedad. El lector debe poner atención a estas relaciones, si quiere entender la importancia de todos los personajes dentro de la maquinaria novelesca, aun de aquellos aparentemente marginales respecto de las acciones principales.
Cada personaje responde además a sus propios intereses y características. Frente al apático bibliotecario Osorio, se halla la constante madre de familia Hortensia; frente a la tenacidad y solidaridad del taxista Campos, se encuentra la negligencia de la estudiante de medicina María Augusta Chiriboga; frente al compromiso profesional que Arturo lleva hasta el límite, el lector observa la falta de ética y responsabilidad del migrante Wilfrido Arenas; el amor furtivo de Jorge, el hermano homosexual de Arturo, guarda ciertas similitudes con la relación de Eulalia y Gonzalo. Estos y otros juegos de oposiciones y complementariedades pueden motivar valiosas interpretaciones sobre los sentidos implicados en esta novela.

El tiempo: con el pulso fragmentado

Los acontecimientos de esta novela aparecen de forma desordenada. La aparente desconexión entre los hechos, lejos de confundir o despistar al lector, lo seduce. Sobre la mesa de disección de la morgue, la vida independiente de cada uno de los personajes confluye con todas las otras. Los hechos, personajes y espacios se presentan separados unos de otros y poseen un solo centro: la morgue de la policía. De que nada se sabe es en efecto la disección de una pequeña parte de la ciudad. Así como en el cuerpo humano, órganos alejados como el hígado y el corazón responden a una relación de interdependencia, en la novela, personajes distantes como Arturo y Wilfrido terminan encontrándose en el umbral de la muerte.
Las continuas pausas que detienen la secuencia de los hechos permiten el funcionamiento del suspenso. Unos son los eventos que presenta y juzga el narrador omnisciente, otros los que cuenta y valora el médico legista; ninguno termina de conectarse sino hasta el final de la trama. No obstante, la manipulación del tiempo no es complicada, dado que los hechos van encajando unos con otros con mucha claridad. Si bien el motivo de la búsqueda del criminal recuerda el pulso que conduce las novelas policiales, no existen saltos hacia atrás (analepsis) o hacia adelante (prolepsis) que exijan del lector una especial atención o la formulación de complicadas especulaciones.

Algunos apuntes sobre el discurso

Además de los elementos del relato antes ilustrados, la novela de Noriega es muy rica en comentarios extra narrativos. En algunos pasajes, el narrador opina sobre la política ecuatoriana de forma abierta y libre, aunque no se relacionen directamente con la historia. En esos momentos, por ejemplo, el narrador menciona con nombres propios algunos protagonistas de la política nacional que le parecen oprobiosos por distintas razones: Durán Ballén, Arosemena Monroy, Bucaram, Velasco Ibarra, Febres Cordero, Rodríguez Lara...
Estos comentarios del narrador (tanto del omnisciente como del protagonista) ponen de manifiesto su relación conflictiva con Quito, la ciudad que describe. A Arturo le molesta, por ejemplo, el clima típico de una ciudad construida en medio de montañas, y en esa inestabilidad encuentra un reflejo del vacilante clima social del país: “otra farsa en esta ciudad llena de atavismos: de madrugada, frío; a media mañana, calor; luego viento; por la tarde lluvia, lluvia desconcertante, y por la noche otra vez frío.”
Las preocupaciones sociales del narrador se expresan también en un tono coloquial reforzado con palabras y expresiones propias del dialecto ecuatoriano: aguaitar, arrejuntados, yaguarcocha, montubio, bibidí... Pero no todo tiene un sabor local. De los referentes quiteños, el lector salta a otros quizá menos restringidos. No en vano el libro empieza con el fragmento de un poema de Borges, cuyo título adoptó como propio. Cada capítulo empieza con un epígrafe de ese famoso poema, insinuando al lector el motivo que guiará los acontecimientos.

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